“Estamos intentando derribar dos mil años de tradición cristiana”, dice el representante de la Cultura de la Muerte, Derek Humphry, en su libro Repensar la vida y la muerte. El derrumbe de nuestra ética tradicional.
El proyecto de cambio de paradigma social que echa por tierra nuestro universo de valores, condenándolos como algo obsoleto y proponiendo actitudes y modos de vida destructivos para la sociedad, como la eugenesia, el aborto, la utilización de embriones humanos en experimentación, el suicidio asistido y la eutanasia, incluye la abolición del sentimiento religioso y trascendente, como guía para una vida digna.
Es curioso y esclarecedor que quienes defienden estas opciones lo hacen en bloque, y lo mismo los detractores. De ahí que las palabras del iconoclasta Humphry sobre la eliminación de esos dos mil años de tradición humanista, que encabezan este redactado, tengan sentido. El triunfo total de la Cultura de la Muerte requiere el requisito del ateísmo o del culto al lado oscuro.
Quienes defienden la vida lo hacen basándose en el pilar fundamental de la vida per se, algo bueno en sí mismo, inviolable, irrepetible e irremplazable, independientemente de las cualidades que puedan acompañarla y hacerla más placentera, o los sufrimientos que la limiten. Una vida no es más digna por el grado de felicidad, sino por la dignidad con la que es vivida.
Los postulados de los detractores están basados en una concepción materialista, sostenidos en casi nada, salvo en una visión pesimista de la creación, que consideran un acto ciego a partir de gases primigenios, sin ninguna intencionalidad, siendo el hombre el resultado del barajar de los átomos a través del tiempo.
A pesar de haber sido educado en los principios cristianos, Darwin con sus tesis sobre la evolución de las especies, secundado por Galton y Heakel, sentó las bases de las doctrinas materialistas y utilitaristas que a su vez formarían el molde para los ideólogos de la Cultura de la Muerte que habrían de instalarse en importantes universidades, y cuyos artículos y estudios, basados muchas veces en la mentira y la manipulación, adquirirían rango de auténticos estatutos del progresismo ateo. Margaret Mead, Clarence Gamble, Margaret Sanger o Alfred Kinsey son algunos de estos adoradores de la muerte, bajo el disfraz de libertad y avance social.
Es evidente que muchos profesionales de la salud no ven con buenos ojos que los viejos se resistan a morir o que nazcan demasiados niños, pues de todos es sabido que aborto y eutanasia se plantean como métodos de control demográfico.
Resulta escalofriante leer las declaraciones del endocrinólogo Robert H. Willams, profesor de endocrinología de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington, en la publicación Northwest Medicine: “La planificación encaminada a evitar la superpoblación del globo terráqueo debería incluir la eutanasia, tanto negativa como positiva”. Es decir, si se pide morir, matan; y si no, también.
Hoy, más que nunca, hay que estar muy alerta si no se quiere condenar a nuestros sucesores a vivir en una sociedad aún más deshumanizada, donde impera la barbarie y donde se minimizan los derechos de los más débiles. Hay que estar atentos a las propuestas de los gobernantes y a los movimientos que se llaman a sí mismos progresistas, que pretenden acudir en nuestra ayuda con piadosas panaceas.
Quienes defendemos la vida estamos preocupados por una sociedad cada vez más indefensa frente al agitprop, a la vez que anestesiada y dispuesta a dejarse manipular ante cualquier idea nueva.
La psiquiatra Lois Lobb decía ya en 1973 que “la sociedad está mostrando los mismos síntomas sociológicos que Alemania antes del comienzo de la campaña de exterminio nazi. Una vez que los judíos dejaron de ser reconocidos como personas por las leyes nazis, se pasó a su eliminación sistemática”.
Poner fin a la vida de una persona que padece una enfermedad irreversible, en fase terminal o sufriente, puede llegar a ser aceptado por una buena parte de la población, incluso por personas bienintencionadas. Pero el proyecto de la eutanasia a gran escala, es decir, legalizada en todo el mundo, tiene mucho más alcance.
“El siguiente paso –dice la doctora Lobb— será la ampliación de la ley para deshacerse de la gente que representa una carga para la sociedad. […] La guerra contra el no nacido está avanzando de forma muy sutil, tendiendo a la inclusión de las personas mayores, de los físicamente disminuidos o con retraso mental, y de las personas no productivas, a las que podrían tratar de “deshumanizar”, alegando que no son personas en el sentido total del término”. Se refiere la doctora Lobb al criterio que empleó el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en enero de 1973 para legalizar el aborto a petición, que aludía al feto como “no persona plena en el sentido significativo del término”. La sentencia no se basó en el argumento de que el niño no nacido no fuera un ser humano en el sentido biológico, sino en un criterio de “calidad de vida”. Referente al punto que nos ocupa, se alegaría a un estado de “calidad de vida” que los sabios ad hoc dilucidarían llegado el caso.
Las palabras del doctor Mark Siegler, director del Centro de la Clínica de Ética de la Universidad de Chicago denuncian también esta peligrosa tendencia: “Empezamos eliminando a los enfermos terminales y a los comatosos sin esperanza. Luego quizá nuestro punto de mira se dirija a los seniles, a los muy viejos y decrépitos y, por qué no, también a los jóvenes y a los niños retrasados profundos”. El infanticidio ya se practica a conveniencia en algunos países, y esta aberración es cada vez más aceptada.
La doctora Lobb denuncia una realidad dura que parece haberse instalado en nuestra sociedad. Esta corriente de opinión va in crescendo. Cada vez es mayor el número de médicos provida que encuentran un paralelismo evidente entre la sociedad de los últimos años y la Alemania de los años treinta. Hay que decir que en los llamados países avanzados –Suecia, Noruega, Reino Unido y Estados Unidos— realizaban prácticas similares de control de la población.
La corrupción en las altas esferas de la sociedad médica y los tribunales de las naciones desarrolladas parecen propiciar leyes para disponer de la vida de los no aptos. El doctor Joseph R. Stanton, en su artículo La eutanasia y el falso derecho a morir, cita una conversación que mantuvo con su amigo el doctor Leo Alexander, especialista en psiquiatría del Ministerio de la Guerra en los procesos de Núremberg, refiriéndose al tipo de sociedad que estaba despuntando en los Estados Unidos: “Joe, es exactamente como Alemania en los años treinta; se están rebajando las barreras contra el matar”. Y en un artículo titulado La ciencia médica bajo la dictadura, publicado en 1949, hizo una advertencia que está resultando premonitoria: “Cualesquiera que sean las proporciones que estos criminales asumieron finalmente, se hizo evidente a todos los que los investigaron, que habían ido de menos a más. Empezaron aceptando (básico en el movimiento proeutanasia), que hay vidas que no son dignas de ser vividas. Esta actitud en sus primeras etapas se preocupó meramente por los enfermos graves terminales y se siguió con los crónicos. Gradualmente, la esfera de los que tenían que ser incluidos en esta categoría fue ampliada para abarcar a los que no producen en la sociedad, los ideológicamente no deseados, los racialmente no deseados y, finalmente, todos los que no eran alemanes. Pero es importante darse cuenta de que el primer paso de toda esta tendencia mental, fue la actitud hacia los enfermos desahuciados”. (Citado en Joseph R. Stanton, M.D. en un artículo publicado en el boletín Life Advocate, octubre de 1992).
El doctor Alexander sabía bien de qué hablaba. Su escrito es una advertencia futura que se ha hecho presente. Terminada la Segunda Guerra Mundial y tras dos décadas de silencio, la Cultura de la Muerte se ha ido implantando en todo el mundo, con más fuerza aún que en la segunda mitad del siglo pasado.
La evidencia nos rodea por todas partes, y los notables paralelos entre la corrupción de las élites en la medicina y el derecho en el Tercer Reich y en los EE.UU. y otras naciones europeas, son perturbadores. Ambos denigraron las vidas de seres humanos con defectos físicos o mentales; ambos estuvieron de acuerdo en que ciertas vidas no eran dignas de ser conservadas; ambos creyeron que la medicina y el derecho deberían cooperar en acabar con las vidas “sin valor”.
Fredric Werham, doctor en medicina, en un capítulo de su libro A Sign for Cain (Una señal para Caín), donde analiza los asesinatos por eutanasia, cita a Christoph Hufeland, un médico alemán del siglo XVIII: “Si un doctor se toma la libertad de juzgar si una vida humana tiene valor o no, las consecuencias son ilimitadas, y el médico se convierte en el hombre más peligroso del Estado”. En efecto. Dos siglos después, los médicos alemanes se erigieron en diosecillos con capacidad de decidir sobre la vida y la muerte.
Es muy peligroso traspasar determinadas fronteras si tenemos en cuenta que, casi siempre, los excesos han empezado con pequeñas concesiones. Y en el tema que estamos desarrollando se está yendo demasiado lejos.
Causa pavor echar la vista atrás y comprobar cuánta injusticia legal puede impartirse al amparo de regímenes democráticos. Lo más terrorífico de todo este mapa es que la mayor parte de los ciudadanos son simples peones de una gran partida de ajedrez dirigida por los grandes holdings, multinacionales y banqueros, ayudados por las sociedades médicas, los tribunales de justicia y los colectivos radicales. En definitiva, el sistema. Todos en conjunto colaboran en la consecución de un determinado Nuevo Orden Mundial, en el que la sociedad democrática participa con su voto o con su firma, creyendo además que actúa libremente.
Por desgracia es lo que viene, los primeros que se quieren quitar de en medio son los ancianos, enfermos que cobran alguna pensión y a los sin techo que duermen en las calles, en Canadá ya lo están haciendo pero en los medios de comunicación terroristas no lo están diciendo, dijo la lagarta que ahora está de presidente del Banco Central Europeo, la vieja pelleja Chistrine Lagarde cuando era directora del Fondo Económico Mundial que los ancianos vivían demasiado y que eran un problema para la economía mundial, pues ese algo lo comenzaron a hacer en el 2020 con la legada del cuento chino, los colegios se han convertido en centros de concentración y adoctrinamiento y los hospitales en centros de exterminio.
Pero si los primeros discapacitados son ellos porque hay que ser muy discapacitado para llevar una mascarilla por nada y que no sirve para ningúna epidemia.