viernes, noviembre 22, 2024
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Sic transit gloria mundi

Artículo escrito por Alfonso de la Vega

Creo que el mayor error de un estadista de la importancia del general Franco fue reintroducir como los lobos cerca del redil a la desastrosa dinastía borbónica que tantas desgracias ha ocasionado y a la que Valle achacaba haber contribuido tanto a que España fuese una deformación grotesca de la civilización europea. El general Prim lo tenía claro: “Borbones, jamás, jamás, jamás”. Empeño tan patriótico que al cabo le terminaría costándole un traicionero atentado siendo presidente del gobierno, y la propia vida.

Casi coincidiendo en el tiempo, la plutocracia internacional reemplazó dos estratégicas fichas del tablero político mundial por sendos sustitutos mucho más serviles o complacientes con sus inconfesables intereses. Me refiero al papa Benedicto por Bergoglio y al rey por don Felipe. Y si se me permite el comentario de actualidad, ahora el demagogo comunista argentino se pretendería colar en el satánico chalaneo entre el golpista Cara Pocha catalán y el falsario gobierno de Su Majestad para hacer pepitoria España con la persona interpuesta del no menos siniestro traidor cardenal califa Omeya.

Aunque con mayor dignidad o auctoritas que su heredero, el Emérito nunca fuera santo de mi devoción por sus traiciones, trapicheos y puteríos. Todo ello, habría que reconocerlo así en honor de la verdad, quizás para no desmerecer la constante histórica marcada por su lamentable dinastía, pero no es menos lamentable que ahora sea tratado apenas como un perro sarnoso por su hijo y su nuera.

Es marca de la casa, porque la traición entre padres e hijos es consustancial a los Borbones al menos desde hace dos siglos, como muestran el motín de El Escorial, el siguiente de Aranjuez o las infames capitulaciones de Bayona por las que ambos, Carlos y Fernando, padre e hijo vendieron a España y a los españoles a un incrédulo Napoleón. Sin olvidar las sanguinarias guerras carlistas. O, más cerca, la cobarde huida de Alfonso XIII dejando a su familia abandonada. O la traición del propio emérito a su padre, antecedente de la actual de don Felipe al suyo. Y de ambos a Franco que les instaló en el momio y del que cobardemente reniegan aunque no de las onerosas prebendas gracias a él conseguidas.

Hoy el cemento de unión del desquiciado monipodio filipino es la corrupción y la hipocresía.  La primera corrupción consiste en pudrir el entendimiento y don Felipe actúa como un imbel obnubilado, obediente disciplinado a los sádicos dictados de la lurpia o del no menos indeseable valido falsario. Y todo con la mayor hipocresía, presumiendo de buen hacer o de intentar camuflar una dictadura como democracia ejemplar. O como si antes no hubiera habido reinas públicamente adúlteras para ofrecer pimpollos renovados al tronco degenerado de la dinastía como María Luisa de Parma o la misma niña Isabelita. O la lurpia no hubiese tenido el feliz desempeño previo de una trayectoria erótica barroca dilatada y monumental desde la más tierna y virtuosa juventud. O incluso, a mayor honor y gloria feminista, no hubiese abortado al menos una vez para hacer carrera y conseguir novio.

Pero no solo se trata de la traición del hijo y su nuera a don Juan Carlos. Filantrópicos próceres monárquicos que antes se desvivían por invitarle a francachelas y saraos con o sin reparto de dividendos, ahora abominan de él como de un apestado. Lo del heroico y patriótico periodismo español ya es para nota. De la lisonja bochornosa al ninguneo o a la complicidad con el insulto. Expertos en alancear moritos muertos compiten en ver quién es más vil y cobarde para sacarle del inmerecido Olimpo de la memoria histórica a patada limpia.

Sin embargo, los hermenéuticos palaciegos más enterados nos explican que la tradición se va a repetir si es que antes no termina Su Majestad como su bisabuelo caminito de Cartagena con nocturnidad y alevosía, arrojando a la cuneta los trastos de reinar.

Entre tanto, la gran novedad palaciega del verano ha consistido en la arriesgada y no menos heroica aventura bélica de doña Leonor, una actualización del famoso “Mambrú se fue la guerra”.

«Leonor se fue a la guerra,
¡qué dolor, qué dolor, qué pena!.
Leonor se fue a la guerra,
no sé cuando vendrá.
Do-re-mi, do-re-fa,
no sé cuando vendrá.

Leonor no viene ya.
Do-re-mi, do-re-fa,
Leonor no viene ya.

Por allí viene un paje,
¡qué dolor, qué dolor, qué traje!
por allí viene un paje,
¿qué noticias traerá?»

Si. Nos dicen que doña Leonor estaría hasta el moño oculto bajo la gorrilla militar de que su madre la controle todo lo que hace o dice. O que la vista siempre de pudibunda y recatada señora mayor, mientras en cambio ella se estira una y otra vez los arrugados pellejos y muestra sus magras carnes con atuendos impropios de su edad y supuesta prócer condición.

Para colmo, no tenemos gobierno, ni justicia, ni prosperidad, ni menos futuro, pero a la chica la hacen prometer la constitución como si hasta ahora se estuviese cumpliendo. Veamos las máximas autoridades del Estado. Su heroico padre, el de los bonitos discursos y la Jarretera, da ejemplo firmando sin protestar lo que le echen. La segunda máxima autoridad se dedica promover un golpe contra la constitución gracias al poder que ella le permite. La tercera autoridad de la Monarquía, flamante madame de las Cortes, cuestiones de inconvenientes subvenciones aparte, no tenía empacho en que se obligara a prostituirse a unas niñas que se encontraban bajo su teórica protección institucional.

Pero ahora se puede abrir una nueva dinámica. El obligado camino común de madre e hija tiende a acabarse con la mayoría de edad. Como en el famoso relato de Borges nos encontraríamos en un jardín cuyos senderos se bifurcan.

¡Qué es más elevado para el espíritu! ¿Borbones o Rocasolanos?

El fantasma de la Patria víctima ulula y clama dignidad y justicia entre las almenas. He aquí el dilema.

«Cantando el pío-pío,
¡qué dolor, qué dolor, qué trío!,
cantando el pío-pío,
cantando el pío-pá.
Do-re-mi, do-re-fa,
cantando el pío-pá.»

(Continuará) 

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