lunes, mayo 20, 2024
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¿Guillotina, silla eléctrica, tiro en la nuca o inyección letal? Maneras de poner fin a una vida

Mi pluma me lleva una vez más a la crítica de la eutanasia, mal llamada muerte digna, terrible problema de nuestra sociedad hedonista, utilitarista y vacía. Un tema complejo que suscita dudas e interrogantes éticos, médicos, jurídicos, políticos y sociales. La eutanasia no deja de ser una condena por el único delito de ser viejo o enfermo. ¡Debería caérsenos la cara de vergüenza!

Las cotas de bienestar social alcanzadas en las últimas décadas, lejos de hacernos mejores personas, más solidarias y caritativas, nos llevan a ser cada vez más egoístas y egocéntricos. La publicidad nos vende ideas y artilugios para ser cada vez más felices. La ciencia y las nuevas tecnologías nos permiten casi dominar el tiempo y la materia. Pero lo cierto es que vivimos en una suerte de bucle sin fin del que no es fácil salir.

Aparte de los no nacidos, los grandes maltratados son nuestros mayores. En el mundo de hoy, ser viejo se ha convertido casi en una desgracia. Se está conformando una sociedad ramplona y frívola donde los ancianos son considerados como algo gravoso. En una sociedad en la que todo es de usar y tirar, los viejos ya no son rentables. Son, simplemente, clases pasivas, seres “improductivos”. Es una traición que después de haber entregado sus vidas a la sociedad, esta los abandone en residencias y asilos a esperar la muerte. Un amigo mío llama a estos centros, “morideros”, y no le falta razón, aunque nos sonroje reconocerlo. Y si el anciano se resiste a morir, esta sociedad nuestra se encarga de hacerlos desaparecer, dicen que “dignamente”, eso sí, en un acto de “mercy killing” para que dejen de llevar vidas indignas. No es un guiño de ironía sino la realidad pura y dura de hoy.

La Organización Mundial de la Salud define la eutanasia como aquella “acción del médico que provoca deliberadamente la muerte del paciente”. Algunos países del primer mundo incluyen entre sus progresos el derecho a decidir el momento de la muerte, y el suicidio asistido. A este respecto, el Catecismo de la Iglesia Católica que, dicho sea de paso, es el documento más progresista que conocemos, es muy claro. El suicidio y la eutanasia son arbitrariedades moralmente inaceptables por atentar contra la dignidad de la persona humana.

La Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la eutanasia, de 20 de mayo de 1980, establece: “Debe reiterarse con firmeza y ser declarado que nada ni nadie puede permitir que un ser humano vivo inocente sea muerto, bien se trate de un feto, un embrión, un niño, un adulto o un anciano, o bien se trate de un enfermo incurable o de un moribundo. Tampoco le está permitido a nadie solicitar la aplicación de esa acción letal para sí o para otro que esté bajo su responsabilidad, no pudiéndose autorizar tal actuación en ningún caso, ni explícita ni implícitamente. Además, esto no puede ordenarlo ni permitirlo ninguna autoridad legítimamente, pues con ello se produciría la transgresión de una ley divina, una violación contra la dignidad de la persona humana, así como un crimen contra la vida y un atentado contra el género humano”.

Juan Pablo II, en su encíclica El Evangelio de la Vida define la eutanasia con estas palabras: “Adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin ‘dulcemente’ a la propia vida o a la de otro”. 

Un ser humano no puede admitir el hecho de quitarse la vida a voluntad, ni de que otros se la arrebaten en virtud de tendencias frívolas y leyes injustas. Porque somos seres únicos con valor intrínseco y absoluto. Porque somos inmortales y el cuerpo es el templo del alma. Porque la vida humana es “el fundamento de todos los bienes, la fuente y condición de toda actividad humana y de toda convivencia social”. Sin el don de la vida corporal no se pueden dar los demás bienes.

No faltan voces que arguyan que se trata de un sentimiento o de una idea religiosa; y no es del todo incierto, lo cual justifica el bien común de las religiones, a pesar de sus sombras. Casi todas las religiones rechazan el suicidio, la eutanasia y el aborto. En el hinduismo solo admiten la eutanasia en casos especiales, cuando consideran que los avataras o enviados de Dios están preparados para acompañar el alma del moribundo. En el cristianismo, varias ramas del protestantismo admiten la eutanasia en ciertos casos. Algunas iglesias luteranas y metodistas, así como la mayoría de las de raíz anglicana, aunque se oponen en principio, dan espacio para la decisión individual y analizan caso por caso. Otras iglesias, como las católicas afiliadas a la Unión de Utrech y algunas presbiterianas optan por no pronunciarse y enfatizan el criterio individual como una cuestión de conciencia. Por esta razón, preferimos los términos Iglesia católica y católicos, que cristianismo y cristianos. Sin embargo, hay que decir que muchas personas que no pertenecen a ninguna confesión religiosa rechazan la eutanasia por considerarla un atentado contra la vida humana. Brendan O’Neil, editor del blog Spiked, dice desde su postura de ateo y humanista radical que no entiende que “el derecho a morir”, tal y como lo reclaman los grupos antivida sea considerado como una causa progresista. También conviene recodar las palabras de Hipócrates, del siglo V a. de C. tan presente en nuestras citas: “Jamás proporcionaré a persona alguna un remedio mortal si me lo pidiese, ni haré sugestión alguna en tal sentido; tampoco suministraré a ninguna mujer un remedio abortivo. Viviré y ejerceré mi arte en santidad y pureza”.

El médico griego marcó un antes y un después en la historia de la medicina. Antes de él, los médicos se dedicaban a curar, pero también quitaban la vida en determinadas circunstancias.

Platón, en su República, sugiere que se deje morir a quienes no sean sanos de cuerpo. Tácito, Marco Aurelio, Epicteto y Séneca consideraban, y así lo han expresado, que es lícito optar por la muerte para evitar el sufrimiento.

Algunos pueblos primitivos tenían la costumbre de abandonar a sus viejos en lugares apartados para que fueran devorados por los buitres o, sencillamente, los despeñaban [1]. El catolicismo puso de manifiesto la dignidad del ser humano y prohibió estos actos violentos de épocas de barbarie. Ello no impidió, no obstante, que a lo largo de la historia haya habido ideologías y prácticas más radicales aún que las de tiempos primitivos.

El Código Internacional de Deontología, adoptado por la Organización Mundial de la Salud –cuando aún no había caído en las bajezas actuales—, traduce a un lenguaje de nuestros días las expresiones del Juramento Hipocrático, conservando el espíritu de sus preceptos. Es paradójico que los médicos actuales hagan el Juramento y, sin embargo, se presten a prácticas tan opuestas a lo que juran.

Hace unos años, cuando la sociedad aún no estaba tan encanallada y existía la empatía natural entre semejantes, en una de las últimas reuniones de la Asamblea Médica Mundial, celebrada en Madrid, se aprobó una declaración sobre la eutanasia en la que se señala que “la eutanasia, es decir, el acto deliberado de dar fin a la vida de un paciente, ya sea por su propio requerimiento o a petición de sus familiares, es contrario a la ética”. ¡Qué dirán ahora estos médicos o sus descendientes, con una ley de eutanasia a petición y a domicilio!

El Código de Deontología Médica vigente dice a este respecto: “El médico está obligado a poner los medios preventivos y terapéuticos necesarios para conservar la vida del enfermo y aliviar sus sufrimientos. No provocará nunca la muerte deliberadamente, ni por propia decisión, ni cuando el enfermo, la familia, o ambos, lo soliciten, ni por otras exigencias”. Lejos queda este postulado de la realidad actual.

Hay que decir, no obstante, que, sobre el papel, la vida parece estar lo suficientemente salvaguardada. Pero la realidad es otra bien distinta. En la mayor parte de las naciones desarrolladas se practica la eutanasia, de manera legal o ilegal. Por duro que resulte, la eutanasia es un producto del estado del bienestar.

En España, en 1999, hubo una iniciativa en el Senado, por parte de una senadora socialista, para abrir el debate sobre el derecho a morir. Pero se consideró que la sociedad aún no estaba “madura”. En la actualidad, tras el bombardeo de los últimos años, el gobierno socialista aprobó una ley sobre el derecho a morir dignamente. Un paso más en el proyecto de transformación de la sociedad. Nótese que no se habla de eutanasia abiertamente debido a la resonancia que los nazis confirieron a esta palabra. Hubo que poner en marcha la ingeniería verbal para hablar de lo mismo, con engañosos eufemismos como “bien morir” o “morir dignamente”.

Muchas veces, se manejan conceptos erróneos y argumentos engañosos con el ánimo de confundir y dirigir la opinión hacia ese progresismo mesiánico, vacío y simplón, tan presente hoy en la sociedad relativista.

A la eutanasia, sea esta directa o indirecta, activa o pasiva, voluntaria o involuntaria, incluido el suicidio asistido, se le denomina “ayudar a morir” o “morir dignamente”. Pero ayudar a morir es otra cosa. Es acompañar al enfermo, con entrega y amor, facilitándole la preparación para el momento trascendente de la muerte. Estas expresiones evocan actitudes filantrópicas, compasivas y generosas para disfrazar la cruda realidad, que es “matar”, y desmarcarse de la eutanasia legalizada y puesta en práctica por la Alemania nazi en 1939.

Las leyes nazis que legalizaron la eutanasia contemplaban la eliminación de “vidas humanas sin valor”. Es una obviedad aclarar que se refiere a viejos, discapacitados y a todos los que no fueran útiles a la sociedad. Ocurrió en Alemania, pero ahora está ocurriendo en todo el mundo llamado civilizado. ¡Qué ironía de conceptos! Los alemanes no eran primitivos ni sanguinarios. Era una sociedad culta, con un gran nivel tecnológico, que fue manipulada para admitir y acostumbrarse al horror. De alguna manera, la sociedad alemana de esos años fue víctima del estado del bienestar, tendente a eliminar todo aquello que puede resultar gravoso sin obtener a cambio un beneficio. El estado del bienestar pretende eliminar el sufrimiento, no combatiéndolo, sino destruyendo al sufriente.

El filósofo alemán Robert Spaemann compara la manera de justificar la eutanasia en la Alemania nazi con la de hoy en día, y planteaba la siguiente pregunta “¿Por qué la sociedad debe asumir cargas de personas que precisamente ya carecen de una vida auténticamente humana? Y este es exactamente el argumento de los partidarios de la eutanasia hoy en día”.

La eutanasia, lejos de ser un acto médico, es la negación de la medicina, porque es función del médico, curar, aliviar el dolor y ayudar a sobrellevar el trance inexorable de la muerte, cuando la recuperación de la salud no es posible. Los médicos eutanásicos, en lugar de prestar esta ayuda tan humana, dan el golpe de gracia, eliminan al enfermo pretendiendo realizar un acto de compasión. La eutanasia es un acto homicida. No hay que olvidar que esta no resuelve los problemas del enfermo, sino que destruye a la persona que tiene los problemas.

Pero, además, la eutanasia ejerce un efecto bumerang contra el médico que la practica y contra la sociedad que la legaliza. Un médico que, ante un paciente, terminal o no, opta por acabar con su vida en lugar de hacerle llevadera su última etapa vital, entra en una dinámica de muerte y quedará atrapado en un torbellino del que nunca podrá escapar. Existen historias a este respecto muy significativas y ejemplificadoras.

Los médicos abortistas, a fuerza de realizar abortos se vuelven tan insensibles que son incapaces de llevar vidas ordenadas y plenas. Lo mismo les ocurre a los médicos practicantes de la eutanasia. Aunque sea legal y aceptada socialmente, su subconsciente sabe que es un acto condenable.

Un Estado que tiene legalizada la eutanasia propicia situaciones de terror y de indefensión. Por poner solo un ejemplo, en Holanda, muchas personas mayores rehúsan ir al hospital por temor a que las seden.

La eutanasia influye en las familias de los afectados. Cuando su entorno decide que el médico debe poner fin a su vida, aunque no se manifieste, surge un sentimiento de culpa y de inseguridad. La duda de si se tiene el derecho a determinar el fin de una persona es más que razonable. Por eso, para acallar su conciencia, las personas que toman estas decisiones, necesitan contar la situación, buscando la aprobación de que han hecho lo correcto. También puede ocurrir que lo lleven en secreto.

Sin embargo, cuando la sociedad trivializa la vida y se acostumbra a que los médicos apliquen la eutanasia, lo excepcional se convierte en algo cotidiano y la sensibilidad se va anulando gradualmente. Médicos y familiares deciden sobre la vida de otros, sin ningún reparo.

La falta de valores compartidos es una consecuencia de la fragmentación de la cultura. Esta lleva a la creencia de que todo vale si es elegido libremente sin tener en cuenta las consecuencias individuales y sociales.

(Datos de la introducción de mi libro La dignidad de la vida humana. Eugenesia y eutanasia. Un análisis político y social, La Regla de Oro Ediciones, Madrid, 2012).

NOTAS:
 Una práctica de ciertos pueblos de la antigüedad, sobre todo en épocas de escasez, era la de arrojar a los ancianos desde una peña. Estrabón alude a esta costumbre ya en la Edad del Hierro. En una aldea de la provincia de Orense existe una elevación donde hay una peña denominada Pedra Longa desde donde, según la tradición, los antiguos despeñaban a sus viejos cuando ya no servían para la sociedad. La tradición confirma los escritos de Silio Itálico cuando sobre la manera de vivir de los pueblos que residían en los montes de Galicia dice: “Hacíaseles insoportable la vida sin el arreo de las armas y cuando la falta de vigor los inutilizaba para la guerra, preferían la muerte a una vejez que tenían por deshonrosa, y buscábanla precipitándose desde lo alto de una roca”. (Justo Calviño, Barbadás, tradición y modernidad, pp.170. Diputación Provincial de Orense, 2003).

Magdalena del Amo
Periodista, psicóloga, escritora y editora, especialista en el Nuevo Orden Mundial y en la “Ideología de género”. En la actualidad es directora de La Regla de Oro Ediciones.
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2 COMENTARIOS

  1. Del segundo párrafo no estoy de acuerdo contigo. No es por haber alcanzado cierto nivel de bienestar que nos hemos hecho mas egoístas y egocéntricos, sino que las élites han confeccionado todo un entramado para que la gente sea así. Y dentro de ese entramado también está el Vaticano, con un Papa que es de todo menos cristiano.
    Con esos mimbres es imposible tener una sociedad en la que unos ayuden a los otros, sino que cada uno va a lo suyo, que por cierto es lo que quieren las élites, ya se sabe «Divide y vencerás».

  2. Las élites programan y dirigen; pero nosotros podemos decidir si seguir sus consignas o no, sobre todo, en lo que concierne a la denominada ética atemporal. No quiero decir que los Estados del bienestar merezcan una enmienda a la totalidad, pero están transversalmente contaminados para embrutecer al ser humano y desviarlo de su auténtica esencia. En medio de muchas cosas aceptables, tenemos sistemas de salud ineficaces, educación dirigida, de puro adoctrinamiento, demasiada comida y bebida con tóxicos, demasiado ocio deformante, demasiado sexo desordenado, demasiada pornografía, demasiadas leyes absurdas contranatura, demasiado consumismo en general y MUY POCO TIEMPO PARA PENSAR Y REFLEXIONAR para poder decidir por nosotros mismos.

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