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La sociedad actual es frívola, utilitarista, inculta, vulgar e insensible al Mal. La inversión de valores es un hecho

Hace tiempo que los diseñadores de esta aldea global, especie de aprisco humano durmiente, con más miedo que esperanza, vienen lanzando perlas de futuro; no tan de frente en los espacios de noticias y tertulias, pero muy a las claras en espectáculos lúdicos relacionados con el ocio y la fiesta. Estas consignas simbólicas suelen pasar inadvertidas para el gran público, demasiado dependiente de los efectos especiales y las luces de colores; en definitiva, del ruido acústico, visual y mental. Pero esto no es inocuo; todo lo contrario. Estos estímulos son disparos directos al subconsciente de quienes participan o contemplan pasivamente en un estado cuasi hipnótico, que a su vez se van integrando en el inconsciente colectivo. El fin no es otro que ir eliminando los arquetipos que nos ennoblecen y han contribuido a nuestra evolución, y sustituirlos por los modelos futuristas del nuevo paradigma de laboratorio imperante en el mundo. Advertir lo más destacado y visible de esta inversión de valores no es difícil. Las leyes de los últimos tiempos, el bombardeo mediático sobre usos y normativas distópicas, el adoctrinamiento en los centros de enseñanza y la presión de los lobbies queer sobre la nueva antropología deformante es algo que llama la atención incluso de los más despistados. Sin embargo, los estímulos y escenificaciones rodeados de jolgorio, con pretensiones artísticas e incluso humorísticas, incluyendo mensajes subliminales y técnicas psicológicas priming, son difícilmente detectables conscientemente, dado que estos estímulos, llamados de baja intensidad, no se instalan en la corteza cerebral, sino en otras estructuras.

En los últimos años, las políticas laicistas, apoyadas por el silencio y la cobardía de los tibios, incluida la Iglesia, han trufado la sociedad de un sentimiento antirreligioso que se sustancia en un ataque público a todo lo sagrado. Se ha legalizado la blasfemia, se han profanado templos, se han ridiculizado procesiones, se han derribado cruces –incluso tienen en lista la del Valle de los Caídos—, y se ha prohibido rezar en la calle. La consecuencia es el desarrollo, en muy poco tiempo, de actitudes cristofóbicas alarmantes, incluso entre personas consideradas buena gente. Los meditadores y practicantes de yoga, por poner un ejemplo, nombran a Buda y tienen su imagen en sus casas. Sin embargo, a Jesús de Nazaret no solo no se atreven a citarlo, sino que lo han alejado de sus vidas y de sus almas. ¿Por qué Jesús causa tanta fobia? ¿Y por qué Satanás y todo lo satánico resulta tan atractivo? Intentar razonar esto y encontrar la respuesta causa escalofríos. Quizá nunca lo hemos analizado, pero esto merece una reflexión. 

El año pasado, en una de las celebraciones multitudinarias de Barcelona, en medio de los fuegos artificiales, los cohetes, los gritos y risas de la gente, aparecía en lo alto un ser con cuernos. No llevaba el rótulo, pero era el Demonio de siempre, incrustado y más presente que nunca en esta sociedad de relajo, en caída libre hacia el abismo.

El esperpento blasfemo del Carnaval de Río de Janeiro de 2019 fue aún más grave. A los autollamados artistas no se les ocurrió cosa más creativa que escenificar una lucha entre Jesús y Satanás, en la que el Maligno resultaba vencedor. ¡Otro escalofrío! En efecto, es la demostración de la nueva cosmovisión arimánica. ¿Quién inspira a estos creativos? La pregunta es meramente retórica. Aunque sean personas, aparentemente normales y no se distingan por cometer actos deplorables, sabiéndolo o no, trabajan para el lado oscuro, lo mismo que sus patrocinadores y quienes ponderan su originalidad artística.

Siete días después de la clausura de los Juegos Olímpicos de París, aún seguimos meditando sobre el simbolismo infernal expuesto ante millones de telespectadores. Nunca se había producido un ataque tan frontal al cristianismo y los valores que este representa; y a la vez, nunca el Mal había estado tan presente y desprovisto de careta. 

Si bochornosa y blasfema fue la ceremonia de inauguración de los Juegos, con una performance burlesca de la Última Cena de Jesús, representado este por una fea mujer, gorda y lesbiana, rodeada de drag queens y transexuales, haciendo gala de la promiscuidad, la pederastia y lo más bajo del ser humano, concretado en el esperpento foucaultiano, woke, queer y demás subflecos de la nueva ideología del inframundo, el espectáculo de la clausura fue un auténtico colofón de exaltación del Mal en estado puro: la entronización de Lucifer galáctico tomando el mando del planeta. Literalmente.

Me ha llamado la atención que entre los contados críticos que han percibido el intento de concreción de “la muerte de Dios” en estas ceremonias, es decir, la manifestación del triunfo de Lucifer, se limiten a emplear el adjetivo satánico sin nombrar a Satanás, ni a Jesús, su opuesto que, independientemente de las creencias, no se puede negar que es el arquetipo del Bien, modelo ejemplar en nuestra realidad dual. No quiero hablar de disidencia cobarde, pero sí recordar el daño del silencio de los buenos, recordando a Edmund Burke. Hoy,  hablar de Jesús o manifestarse cristiano es un acto revolucionario, y no digamos nada cumplir los preceptos evangélicos. Algunos están prohibidos, como servir de apoyo a las mujeres con intención de abortar, o asesorar a aquellos que tienen dudas sobre su sexo/género.

No deja de ser curioso que esta declaración de guerra contra la humanidad, esta suerte de golpe de Estado satánico, se haya escenificado en París, la ciudad masónica por excelencia, con su gran obelisco y su torre Eiffel desafiando al cielo. Mis recuerdos se fueron enseguida al incendio de Notre Dame de 2019, más humo que otra cosa, pues los daños no fueron significativos, afortunadamente. Pero fue un acto simbólico trascendente. Acabo de rescatar un artículo que publiqué, a la sazón, y que reproduzco a continuación. Creo que completa la esencia de este redactado.

20 de abril de 2019

París vale más que una misa, y Notre Dame es más que una catedral 

Es paradójico que muchos de los que lloraron la noche aciaga, teñida por el humo rojizo de Notre Dame, convertida por las llamas en dragón exhalante, son los mismos que callan cuando otros templos de menor rango artístico son profanados e incendiados; que enmudecen cuando se derriban cruces y se arrancan escudos y lemas católicos; que ni se inmutan cuando se prohíbe a la Armada cantar la Salve marinera en un acto castrense; o que asienten cuando se pervierte la Navidad con esperpentos carnavalescos, completamente contrarios al significado de la efeméride. La desgracia siempre nos hace dirigir nuestra conciencia al corazón, y esa noche triste las notas gimientes del Ave María a la sombra del fuego en la explanada de Notre Dame resonaron en el cielo.

Estos días me han preguntado sobre el origen del fuego, si podíamos fiarnos de la versión oficial o si, por el contrario, podíamos considerarlo como un acto de falsa bandera, como tantos otros. Tengo las piezas del puzle sobre la mesa, pero aún no están todas colocadas, por lo cual no puedo ver el fresco total. Ahora bien, en la caja dice “Acto masónico”. La cosa va por ahí. Hasta que no lo tenga completamente armado, prefiero no hacer elucubraciones e interpretaciones sobre profecías y triangulaciones acerca de la situación del templo en relación a otros “onphalos” y puntos estratégicos de la cristiandad.

París es una ciudad masónica, no porque casi todos los presidentes de Francia hayan sido masones, incluido Macron, sino porque su trazado sigue una estética masónica. Salvo las catacumbas y algunas ruinas prerromanas poco queda de la antigua provincia romana de Lutecia Parisiorum. A diferencia de otras ciudades europeas, no hay demasiados restos medievales en la Ciudad de la Luz, escogida por Clodoveo como capital de los francos.

Hablar de Clodoveo es hablar de la cristiandad, de la historia de Francia. A lo largo del tiempo, los Hijos de la Viuda han ido borrando su impronta espiritual y simbólica. La actual ciudad de París es un capricho masónico de Napoleón III, masón, perteneciente a la secta de los carbonarios para más señas, amigo íntimo de Garibaldi. La arquitectura masónica se ve por doquier, aunque lo más evidente es el obelisco, un símbolo fálico que encontramos en muchas otras ciudades del mundo, como Buenos Aires, donde para colocarlo hubo que derribar la iglesia de San Nicolás de Bari. Todo un triunfo de las fuerzas del lado oscuro. 

Algunos historiadores sostienen que hubo en la antigüedad cultos isíacos, corroborado por el hallazgo de una virgen negra en la abadía de Saint Germain des Près, donde descansan los restos de Descartes.

La catedral de Notre Dame fue levantada entre el 1163 y el 1345 sobre los restos de la iglesia románica de Saint Étienne, construida a su vez sobre una catedral merovingia, edificada esta sobre un templo romano en honor a Júpiter, sobre los restos de un enclave celta dedicado al culto. Es una de las catedrales góticas más antiguas del mundo y a su imagen se construyeron las de Chartres, Reims y Amiens.

Más allá del aspecto artístico y religioso, muchos turistas acuden a la catedral para ver el lugar habitado por Quasimodo, el mítico jorobado de Notre Dame, enamorado de la gitana Esmeralda, popularizado por Víctor Hugo en su obra Nuestra Señora de París. A idea del escritor, masón confeso, se instalaron las gárgolas y las quimeras en la reforma que tuvo lugar en el siglo XIX. 

La panorámica desde esta galería sobre la ciudad es espectacular, sobre todo, en los días claros. Las quimeras son sobrecogedoras, pero los visitantes no caen en la cuenta y las ven como simples esculturas. Pocos intuyen su auténtico significado. Simbólicamente representan a Satanás y su corte tenebrosa, y están colocadas estratégicamente en lo alto de LA CASA DE NUESTRA SEÑORA, por una poderosa razón. La Virgen es la representación del Bien, LA GRAN MADRE PROTECTORA DEL GÉNERO HUMANO, sus hijos, en un concepto sincretista, más allá de cualquier religión particular. La fuerza positiva de este arquetipo se neutraliza colocando un símbolo generador de una energía contraria. Utilizando un “lenguaje de guerra”, es como si el Demonio hubiera tomado la torre de Notre Dame, y desde allí controlara a los parisinos. Algunas de estas quimeras, a pesar de su aparente deterioro, parecen estar vivas y miran hacia abajo y a la lejanía como si supieran que todo es suyo. Satanás en la cima de la casa de Dios controlando la ciudad causa espanto.

Que Nuestra Señora haya sido pasto de las llamas es un importante ataque a la cristiandad. Me refiero siempre en un aspecto simbólico. De facto, hace tiempo que se pretende su derrumbe. Se trata de una guerra contra la humanidad y su más noble esencia divina.

Magdalena del Amo
Periodista, psicóloga, escritora y editora, especialista en el Nuevo Orden Mundial y en la “Ideología de género”. En la actualidad es directora de La Regla de Oro Ediciones.
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