martes, diciembre 10, 2024
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De traiciones

Por Ana Tidae

El español es un idioma muy rico, afirman con orgullo quienes guardan el natural afecto hacia su lengua materna con la que construyen sus pensamientos y expresiones. Supongo que esa será la misma apreciación que tengan la mayoría de los hablantes respecto a sus lenguas propias; las encontrarán ricas y abundantes en léxico y fórmulas para dar forma a su visión y narración del mundo.

En mi caso, aunque comparto ese grado de satisfacción con nuestra lengua, me he encontrado algunas veces con la frustración de la falta de una palabra precisa para reflejar una idea, concepto o matiz, y en ocasiones además he tenido conocimiento de que en otros lenguajes sí que existen algunas sin equivalentes en el español y que a mi juicio definen de perlas algunas formas abstractas.

La primera vez que sentí la aguda puñalada de la traición tenía diez años, al igual que mi mejor amiguita que fue la protagonista del acto traicionero. En el fondo ni en aquel momento ni mucho menos ahora sentí rencor por la otra niña, pues racional y empática como yo era, entendía sin explicaciones que había sucedido movido por su pavor al castigo de su padre, un tipo más que severo, de esos que hoy verían cómo el Estado le quita a sus hijos para entregarlos a unas manos a menudo peores. Con diez años la tentación de decir que ha sido tu amiga la que ha hecho lo que tú has hecho aunque la amiga te hubiese suplicado que no lo hicieses para protegerte y librarte de la furia “educativa” de tu padre si te pillaba, es comprensible, si con eso no vuelves al colegio con el ojo amoratado como en otras ocasiones o te pasas otros dos meses sin pisar la calle para jugar. Eso sí, el castigo principal, que no volviese a ver a esa chavala de tan mala influencia, es decir, a mí, quedó instaurado y ya nunca pudimos volver a estar juntas más que de forma furtiva, ocasional y efímera.

A lo largo de los años posteriores no me consta haber sufrido ninguna otra deslealtad reseñable, al menos con ojos que vean y corazón que sienta, hasta llegar a los últimos tiempos donde he vuelto a sentir el zarpazo lacerante de la traición, de nuevo, desde mi perspectiva, con un doloroso componente injusto y hasta humillante, y no tan disculpable como el terror de aquella niña.

Pero no estoy escribiendo para desnudar mis intimidades anímicas y biográficas, sólo las he utilizado anecdóticamente para ilustrar un poco la situación como introducción al tema, ya que en muchos lectores los pasajes biográficos les accionan el reflejo de divagar y rebuscar en su propia existencia, lo cual es un ejercicio práctico excelente de consciencia, imperativo en estos tiempos de alienación y subversión moral.

Todos tenemos más o  menos claro el concepto de traición a nivel de individuos entre los que existía o se suponía que existía una conexión emocional, afectiva y hasta espiritual según el caso, así como una serie de acuerdos tácitos o incluso fehacientes. Sin embargo la palabra traición no termina de convencerme para referirnos a la relación entre ciertas personas y una sociedad y un territorio o una nación. Dado que, en mi opinión, el componente de vinculación sentimental y espiritual es fundamental para definir los actos de traición, ¿cómo podría usarse esa palabra para señalar los actos de, por ejemplo, un presidente, unos ministros, unos militares, unos jueces, unos intelectuales, unos periodistas, unos funcionarios, etc,  que carecen de sentimientos y realizan actos que se materializan en daños gravísimos sobre la sociedad o el territorio para los que se supone que trabajan o a los que se supone que pertenecen de nacimiento, e incluso riesgo extremo de aniquilación de dicha sociedad? O podemos hablar también de la propia dejación de funciones, una denegación de auxilio, como acto de traición. Si estamos hablando de, en muchos casos, psicópatas y patócratas sin sentimientos, o personas cuya vinculación mental se corresponde con otro objeto alterno, digamos, una nación no política, una religión, una “ideología” sin espacio físico,  o cualquier otro ámbito en el que se sientan incluidos y asimilados, no existe esa conexión con el grupo o nación “traicionados”.

Se me ocurre como ejemplo que en un hipotético Spexit, anhelado por mí desde el primer viñedo que forzaron a arrancar, el primer bidón de leche que obligaron a derramar o la primera fábrica que exigieron desmantelar, ya que sí siento una profunda relación afectiva con cada palmo de mi país, yo no sentiría en absoluto que soy traidora a Europa, pues nunca le he concedido mi adhesión emocional ni teórica a nivel individual, aunque políticamente haya quedado incluida en esa organización administrativa por los arreglos de los gobiernos “democráticos”. Doy por hecho que los nacionalistas  comparten este sentimiento o razonamiento de desinterés y no relación real respecto al país del que aspiran a desgajarse. No tiene mucho sentido desde este punto de vista llamar traidor a  personajes del tipo Puigdemont, que a diferencia de otros como Pujol o el PSC, no juegan al despiste.  

¿Pero en el caso de los que ocupan la presidencia o el trono en el Reino de España, cuyo contrato recoge su teórica entrega a procurar lo mejor para el país que los contrata? Si, como parece evidente, trabajan para intereses extranjeros apátridas pero imperialistas y además con un perfil de psicopatía profunda, es obvio y notorio que ejecutan actos de la más alta traición, en el sentido tradicional de la expresión. Dada su ausencia total de sentimientos, si descontamos los de desprecio, aunque técnicamente sean grandísimos traidores, su actuar podría describirse más bien como un gigantesco  fraude, una estafa, una estrategia de perfidia en el sentido bélico de la expresión.  Pero tampoco estos términos me sirven para definir el papel de todos esos que destruyen o vulneran a su nación voluntariamente, por activa o pasiva. Fraude, estafa, deslealtad, traición. Lo es, pero siento arder en mi interior la necesidad de una palabra, una que no existe, al menos en español, que se pueda aplicar a ese tipo de seres, sus acciones,  sus palabras engrasadas de engaños, y los efectos letales de todo ello.

En cualquier caso todos nos entendemos, sin necesidad de derivas metafísicas, cuando denominamos como traición, alta traición, altísima traición, al conjunto de acciones de gran parte de nuestros “representantes”, parte de los funcionarios contratados, y parte de los conciudadanos que nos han traído a una situación calamitosa en vías de resultar todavía mucho peor. Desconozco las leyes sobre traición en España. Hace unos meses sí escuché a un militar de inteligencia chileno contar que sus leyes en Chile siguen a día de hoy contemplando la pena de muerte para la alta traición. Lo cuento sin más, como mera anécdota, como dato accesorio, como mis cicatrices biográficas de hace unos párrafos, como inopinada decoración final para este texto.

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2 COMENTARIOS

  1. El otro día una mujer estaba con sus nietas,una hablaba en valenciano y otra en español,como todos hablamos en valenciano le dijimos muy bien por hablar en español.

    La abuela saltó!,y dijo el español se habla en toda España el valenciano,el vasco,el gallego …todo es español,y lo que habla la niña es castellano y no me gusta!.

    Callamos por supuesto,por qué el castellano se habla en Castilla,el valenciano al ser bilingüe se usa en forma de piamontés o español…es una pena no diferenciar entre una lengua y un idioma.

    Así pues el español que se habla en Latinoamérica,que es?,acaso en Chile hablan en catalán,o en Venezuela vascuence?.

    Y por este tipo de confusiones y asimilaciones…más propias de ignorancia que de mala fé,la gente al final tampoco distinguen entre ser leal y ser un traidor.

    Lo de la traición ya va siendo subjetivo,como el concepto de delito o el concepto de corrupción.

    Nosotros cogeríamos el diccionario español más viejo que haya,y lo pondríamos de nuevo en vigor,tras tantos años de manipulaciones,anglicismos y demas traiciones lingüísticas…y otro tanto se podria hacer con las leyes,que ya estan tan cambiadas que resultan irreconocibles.

    Aunque de que serviría?,si al final tampoco se aplican?.

  2. De la Orden de la Jarretería (Carlos III de Inglaterra a la caberza) con sus secretos pactos de obediencia (no a precisamente a la voluntad mayoritaria de los españoles)

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