Todos nos hemos hecho esta pregunta alguna vez, sobre todo, si hemos pasado por el trance de tener a algún ser querido en esta situación. La ciencia denomina a estos estados “trastornos de conciencia”, pero, en realidad, nadie sabe qué ocurre. Y si bien la medicina y las neurociencias en general han hecho avances importantes, es mucho lo que ignoramos sobre estas partes sutiles del ser humano que llamamos mente, subconsciente, conciencia, alma. Aunque decir alma es salirse del marco científico, pues no existen instrumentos de detección.
La ciencia médica clasifica el diagnóstico de los pacientes con trastornos de conciencia en “estado de coma” y “estado vegetativo”.
Durante el coma, “teóricamente” no hay conciencia. Las capacidades del sujeto para relacionarse consigo mismo y con el entorno, están ausentes. El estado de coma conduce el cerebro a una especie de caja oscura de la que el paciente puede salir al cabo de horas, de meses o nunca. Aunque existen muchos tipos de coma, todos tienen en común la ausencia o escasez de respuestas a estímulos.
El estado de coma puede ser superficial o profundo, y estas son las causas principales que lo provocan: traumatismos craneales, encefalitis infecciosas, una complicación del hipotiroidismo, patología vascular extensa, hiperglucemia, meningitis grave, una patología hepática o un fallo anestésico, entre otras.
Se denomina “estado vegetativo persistente” aquel que permanece un mes o más después de una lesión cerebral traumática o no traumática. Se habla de “estado vegetativo permanente” después de tres meses de un daño cerebral no traumático o de doce meses después de un traumatismo de cráneo. La persona en estado vegetativo permanente no tiene conciencia de sí misma ni del entorno, tiene los ojos abiertos y mantiene los ritmos de sueño y vigilia. La persona en estado comatoso a raíz de una lesión en el cerebro tiene los ojos cerrados y precede, casi siempre, a la muerte encefálica.
Ante la prueba de que aun en estados de lesiones cerebrales graves puede existir una “mínima pero definitiva evidencia de conciencia”, los expertos en neurociencias han acuñado el término de “estado de conciencia mínima”, para este tipo de casos.
La evolución suele ser diferente en cada uno. Algunos van mejorando lentamente sus funciones cognitivas y sus grados de independencia funcional; otros quedan con secuelas importantes, y los menos, se curan totalmente. En muchos casos hay que recordar que sus estados eran “irreversibles” –según el diagnóstico—, y que gracias al tesón y a la esperanza de sus familiares siguen viviendo. Dicen los propios profesionales de la salud, en un acto de humildad, que nunca pueden tener la plena seguridad de que un paciente en “estado vegetativo persistente” no se va a recuperar. De hecho, un cincuenta por ciento se recupera total o parcialmente.
Los médicos reconocen que apenas comprenden estos casos de vuelta a la conciencia, explica el exjefe del área de Neurología Cognitiva, Neuropsicología y Neuropsiquiatría del FLENI, Facundo Manes, porque “a partir de ese despertar, evolucionan de una manera que la ciencia apenas comprende: después de permanecer algunos meses en estado vegetativo, comienzan a dar señales de recuperación. Son casos más frecuentes de lo que se cree, que hacen más complejo el dilema ético del mantenimiento de la vida en forma asistida”. Opina el doctor que estos pacientes actúan inconscientemente, aunque no se debe a un comportamiento reflejo, y advierte que “el que haya actividad cerebral no significa que la red de conciencia esté preservada. Se trata de islas de reserva cognitiva que no representan la conciencia general”. Confiesa que el conocimiento de la naturaleza de la conciencia es aún muy rudimentario. Es ahora cuando se están empezando a realizar “neuroimágenes funcionales” para comparar la respuesta del cerebro de las personas en estado vegetativo a estímulos emocionales y cognitivos.
El doctor Goldoni, jefe de Neurotrauma del Hospital Fernández, da en el clavo en su reflexión: “Si no conocemos el contenido de la conciencia, aunque sea mínimo, nadie tiene derecho a retirar la alimentación, a decir que ese paciente no siente nada. Aún no sabemos bien cuáles son los finales de esta situación”.
Las preguntas que se hace a sí mismo el doctor Daniel dos Santos están ahí, en el aire. Esperamos que nadie tenga el atrevimiento de responderlas: “Existen casos en los que la medida de la vida no responde a los parámetros de la ciencia. Clínicamente, el cerebro no reacciona. Pero ¿podemos decir que el aparato que registra esta inactividad resulta capaz de observar todo lo que está pasando? ¿No es más lógico pensar que el instrumental no puede “especular” sobre lo inasible, y que no se encuentran certezas, sencillamente porque es un producto humano limitado a los conocimientos de una época? Los médicos reconocen que no saben qué se activa para volver de ese limbo que, aparentemente, se ubica tan cerca del más allá, que admite la confusión. La mayoría de los pacientes tampoco tiene ninguna memoria de ese tiempo. Es como si la vida habitara y no, al mismo tiempo y en una misma persona. Algo posible e imposible a la vez. Un misterio”.
En los últimos años, los casos de personas que han despertado después de estar largos periodos de tiempo en coma o en estado vegetativo, en los que la conciencia no tiene consciencia de sí misma ni del entorno, ha generado gran controversia sobre la interrupción de ciertos tratamientos.
¿Y si dentro de unos años la ciencia pusiera en nuestras manos aparatos capaces de medir y de captar el estado de cada célula? Conviene recordar que la ciencia, en su soberbia, niega lo que no entiende o no es capaz de medir. Podríamos citar un sinnúmero de ejemplos para demostrar la actitud de la ciencia cuando se asoma a algo que desconoce. Recordemos qué le ocurrió a Edison cuando dijo que había inventado una lámpara para ver por la noche; o a Marconi cuando dijo que era posible grabar la voz y oírla después. Y si hablamos de medicina, antes de Servet se creía que la sangre no circulaba.
Cada persona que despierta nos confirma que solo debemos traspasar el umbral cuando nos llega la hora. Moralmente, solo es lícito retirar el alimento a una persona en fase terminal si la forma en la que se está administrando el mismo le causa sufrimiento, o bien si se tiene la certeza médica de que el paciente morirá antes de sentir el hambre y la sed.
Algunas opiniones escalofriantes
Causa espanto leer las opiniones que algunos médicos tienen acerca de Dios, el alma o la dignidad de los seres humanos, como consecuencia de su ateísmo radical. Las del doctor George Grile, jefe de Cirugía en la Cleveland Clinic, no tienen desperdicio: “Para ver el problema de la salud objetivamente, lo que necesitamos es una concepción colonial del hombre, similar a la de las abejas y las hormigas, las cuales, al igual que nosotros, están muy especializadas y son tan dependientes unas de otras que ninguna de ellas puede sobrevivir sola por mucho tiempo. En las colmenas y hormigueros no se les da ningún cuidado especial a los ancianos o a los incapacitados. A estos se les condena por el bienestar de la colonia”. Estas palabras deben hacernos reflexionar y tenerlas presentes cuando los activistas proeutanasia intenten convencernos de la conveniencia los testamentos en vida, envueltos en sus mentiras encubiertas.
Afortunadamente, no todos los profesionales de la salud piensan de esta manera, pero, si tenemos en cuenta el interés desmedido por parte de los gobiernos en laicizar la sociedad, desconectándola de todo vínculo con lo sagrado, no debe extrañarnos que dentro de una generación o dos, el relativismo moral que ahora asoma, sea, de pleno derecho, el nuevo arquetipo imperante.
La historia es cíclica y lo ocurrido casi siempre se repite. Los experimentos nazis, por los cuales fueron condenados en Núremberg algunos de sus autores, están siendo reivindicados por algunos médicos que consideran que la ciencia no tiene barreras.
Algunos especialistas en bioética proponen poder experimentar con las personas en estado comatoso. William Gaylin, expresidente del Instituto Hastings, llama a los enfermos en coma, “neomuertos”. Opina que deberían estar ubicados en salas especiales para hacer experimentos y poder utilizar sus órganos. Sus escritos nos hacen estremecer: “… la idea se basa en redefinir el concepto de la muerte y mantener bancos de cuerpos con un status de muerte legal, pero con cualidades que ahora asociamos con los vivos. […] Los neomuertos proporcionarían una constante cantidad de médulas, cartílagos y piel. También se podrían extraer hormonas, antitoxinas y anticuerpos, producidos por los neomuertos”. No se puede proponer mayor indignidad. Pero ¿cómo abordar el problema de la eutanasia en una sociedad materialista y descristianizada, con personas que no creen que la vida del ser humano es sagrada porque es una criatura de Dios hecha a su imagen y semejanza, y dotada de un alma inmortal que lo diferencia del resto de los seres de la creación? ¿Cómo lograr que nuestra pequeña semilla fructifique en los eriales del mal llamado progresismo rampante? No tenemos la respuesta, pero seguiremos luchando por una sociedad más justa, donde el más débil se sienta a cobijo, donde los mayores sean valorados y los niños sean criados para el bien; donde se respete y se quiera a los que más lo necesitan.
(De mi libro La dignidad de la vida humana. Eugenesia y eutanasia: un análisis político y social, La Regla de Oro Ediciones, Madrid, 2012.