sábado, julio 27, 2024
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Fresas envenenadas

Por Pascual Uceda Piqueras, Doctor en Filología, especialista en Cervantes y escritor

Convendrán conmigo que la fresa es una delicatessen, fruta que adorna nuestras mesas con ese color que rezuma amor y buenos sentimientos, y da a nuestro paladar ese regusto afrodisíaco y picarón que prepara los sentidos para digerir todo tipo de placeres que queramos añadirle.

En nuestras casas siempre entraron por temporada –ahora menos, con precios desorbitados- y siempre ha sido considerada una fruta especial. Sí, el color, la forma de corazón… Comerla es un placer que supera la necesidad de alimentarse. Casi podría considerarse su consumo una especie de ritual. Solo hay que ver las caras de felicidad cuando hacen su entrada en el epílogo de la comida, polarizando la atención de los comensales. 

¿¡Cómo imaginar que semejante manjar de los dioses esté regado con aguas fecales y que tras su forma de símbolo del amor pintado de rosa se halle una nueva versión de la manzana del cuento, presta a arrojarnos a los brazos de un Morfeo pestilente que responde al nombre de hepatitis A!?

En plena ebullición del conflicto de los agricultores y del sector primario en general, la rosácea pestilencia parece que ha venido a poner las cosas en su sitio. Esa es la primera impresión que podría extraerse de esta noticia. No de otro modo, Marruecos centra el foco de buena parte de las reivindicaciones, en cuanto al favor de que goza por parte de las élites que nos gobiernan para inundar nuestros supermercados con sus dudosos productos. 

Sin embargo, una vez más, tememos hallarnos ante una nueva cortina de humo con la finalidad de desviar la atención del conjunto de la población hacia otro lado. La alarma social provocada ante el consumo de fresas contaminadas hace que el consumidor fije su atención en la ausencia de controles y medidas sanitarias más estrictas a países “poco fiables”, por sus precarias condiciones de higiene y desarrollo industrial, como es el caso de Marruecos, lugar de procedencia de las citadas partidas de la, otrora, deseada fruta.

Porque el miedo es un poderoso bebedizo capaz de anular enconos presentes y futuros, de aplacar los instintos más humanos y dejarnos mansos como borregos de corral. Miedo, sí, a comer fresas, a habérnoslas comido y a comérnoslas pasado mañana. De este modo, el problema gravísimo de los agricultores, que es el problema de todos en cuanto a que dependemos de ellos para subsistir, pasa a un segundo plano.

La estrategia, que siguen las élites en la sombra para conseguir sus deseados designios en contra de la humanidad, se halla meridianamente clara en este caso que nos ocupa. Parten de la idea de que agricultores y consumidores coinciden en señalar la grave intromisión de Marruecos en nuestra cesta de la compra, relegando a los productos nacionales al desastre y a la ruina. Acto seguido, los voceros del Estado profundo corean la noticia que todos esperaban escuchar: “¡En efecto!, Marruecos tiene la culpa”.

 ¿Perdón? ¿Quién dice usted que tiene la culpa? Disculpe, ¿quién ha otorgado la patente de corso contra nuestros propios intereses amenazando con la ruina al sector primario? La estrategia de desviar balones fuera se cumple con rigor y, en un acto de metonimia bien calculado, por parte de quienes se están comiendo la “tarta de fresa del Estado”, las masas se conforman con la parte y dejan el todo.

Así es. Objetivo cumplido. Ahora el problema no es el campo, sino las fresas envenenadas que vienen de Marruecos. 

Todo parece muy bien medido en esta batalla de desgaste contra el género humano. Pero no conseguirán que acabemos comiendo un sucedáneo de carne de laboratorio, ni esos nutritivos gusanos repletos de cánceres que ya nos los están metiendo machacados entre las harinas, ni tampoco dejaremos que talen nuestros árboles y quemen nuestras cosechas. El campo es de todos. 

Seguiremos comiendo fresas, pero las regadas con las aguas de nuestra tierra, no con la ponzoña de quienes nos quieren dar “el bocado”.

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