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Federalismo contra ciudadanía

Artículo de Alfonso de la Vega

El pasado domingo, 11 de febrero, se cumplió el aniversario de la proclamación de la Primera República española. Más allá del simple recuerdo histórico merece la pena revisar la principal causa de su fracaso. Experiencia política fallida tras la abdicación de don Amadeo de Saboya, un Rey honrado que se hartó de la situación y de la falta de inteligencia emocional y política de los españoles, agravada por la desaparición del que había sido su principal apoyo y promotor de su entronización, el presidente Prim. Que fuera asesinado por una conjura que nunca llegó a esclarecerse justo cuando el que iba a ser coronado rey llegaba a España.

La Primera República española duró once meses escasos más otro año de estrambote bajo el general Serrano. No pudo hacer frente a sus muchos enemigos. La situación económica y social de crisis, la aristocracia pro isabelina, los carlistas, la propia Unión Liberal del general Serrano, parte del Ejército, pero de modo paradójico acaso su principal adversario resultaría ser el federalismo. Ese federalismo que se suponía la base de su razón de ser en tanto que república federal. España fue de sobresalto en sobresalto y de violencia en violencia. Su fracaso no es de extrañar porque se trataba de imponer una República federal. España parecía estallar en pedazos, dando lugar a una abigarrada pepitoria de cantones, y localismos que impedían el gobierno.

En su corta existencia, no llegó siquiera a aprobar una nueva constitución republicana cuyo proyecto naufragaría en el parlamento durante el agitado agosto de  1873.  Un proyecto de constitución con logros importantes como plasmar derechos civiles pero con el germen de la disolución federal.

Se gobernaba a trompicones sin el control efectivo del aparato de Estado, mientras el caos agravado por la subversión violenta de carlistas y federalistas se cebaba contra la población civil. En setiembre, Castelar intentó reconducir la situación pero ya era demasiado tarde. Clausuró las sesiones parlamentarias y gobernó por decreto. Cuando ya en enero de 1874 quiso someterse a una moción de confianza, su amigo el gobernador militar de Madrid, el general Pavía, le aconsejó que no lo hiciera porque la iba a perderla y entonces «no iba a quedar más remedio» que intervenir. Así fue.

Cabe afirmar que el federalismo en su virulenta forma cantonal destruyó la esperanza republicana entonces al igual que el traidor golpismo catalán compinchado con los socialistas lo hiciera durante la Segunda. Ciertos fanáticos cortesanos actuales piensan que la futura separación de Cataluña sería asumible si don Felipe, premiado de jarretera con plumero, como una complaciente reina madre pudiera presidir una especie de Comonwealth a la española que maquillara la ominosa amputación nacional.

Uno de los precedentes autóctonos de la actual deriva confederal autonómica o de la unión contra natura entre el socialismo hispano y sus aliados nacionalistas son los cantones decimonónicos, una especie de átomos de soberanía radioactiva resultado de la fisión nuclear de la antigua soberanía española. Los cantones son una manifestación del particularismo ibérico que lleva hasta la estulticia más demencial el indigenismo.

A falta de un verdadero patriotismo nacional, el verdadero, por lo que  se puede apreciar apenas existente entre las viciadas élites españolas, el constitucional tiene un antecedente en el Cádiz de 1812. Ahora que otra vez una nueva feroz tropa desarrapada y santiguadora de bolsillos ajenos, con socialistas, comunistas y golpistas trata de imponernos otra constitución federal conviene recordar el debate parlamentario sobre la constitución federal. Y es que había gente sensata y no todos los republicanos estaban afectados por las catastróficas ideas federalistas del barcelonés Pí y Margall entre otros. Los sectores más conscientes de la situación ven venir el desastre en la impotencia.

El proyecto de constitución republicana federal es arrumbado en agosto tras las intervenciones entre otros de diputados como León y Castillo, cuyo lúcido discurso en las Cortes durante una memorable sesión de debate acerca del proyecto constituyente debiera ser recordado para una mejor memoria histórica y educación para la ciudadanía. Un discurso extraordinario que tuvo consecuencias fulminantes. Hoy probablemente habría sido imposible o con los aprieta botones al menos no las tendría tanto.

Insistimos. Este asunto no acaba en el siglo XIX. Contra la opinión de Ortega, los defensores del Estado integral republicano como Azaña pensaban que los estatutos de autonomía servirían para reforzar a España y la República, pronto se vio que los sectores más extremistas los consideraban como una plataforma para la escisión liberticida. Ortega demostró conocer mucho mejor lo que son capaces de dar de sí nuestros separatistas que el polémico político alcalaíno.

En ninguna de las experiencias republicanas anteriores cabe hablar de una constitución federal. La idea “federal” en la tradición española, salvo los pimargalianos y los anarquistas bakuninistas, como mal menor,  probablemente era más frecuente entre los monárquicos partidarios del Antiguo Régimen y del Pretendiente Carlos María Isidro. En efecto, éstos contaban con el régimen de fueros, jurisdicciones locales y privilegios como una barrera para la libre circulación de las ideas, las mercancías y los hombres propias del sistema liberal. Si se evitaba la unidad de acción en todo el territorio, sería más fácil mantener los privilegios y en general el status quo pre-existente.

El desastroso sistema autonómico borbónico actual viene a renovar al modo posmoderno estas grandes virtudes del Antiguo Régimen. Además de privilegios inadmisibles como el cupo vasco, no hay más que ver hoy la sádica panoplia de sabotajes, vejaciones y canalladas que los caciques regionales perpetran contra sus sufridos e indefensos súbditos con el pretexto que convenga, por ejemplo el famoso virus. Una peste que ha tenido la virtud de desenmascarar la verdadera naturaleza del Régimen. Hoy estamos nuevamente en periodos tumultuosos con una cierta sensación de final de etapa. Sin derecho de veto ni fuerza centrípeta democrática del Jefe del Estado las instituciones borbónicas fallan. La gente más lúcida o conocedora de nuestra Historia cree necesario un cambio en profundidad. El Régimen se muestra agotado y ruinoso. El presente sistema autonómico se revela insostenible o incompatible con la conservación de la soberanía nacional y los logros sociales, o con una salida pronta y razonable de la crisis para la mayoría de la gente que sufre sus consecuencias.  Una forma de disolución nacional y de creciente miseria moral y económica.

Sin embargo, contra toda evidencia histórica o teórica, algunos partidos siguen proclamando su federalismo. Un federalismo asaz curioso porque a diferencia de otras naciones y procesos históricos se hace para separar no para unir o integrar.

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