La proyección de la película Sounds of freedom vuelve a colocar en portada el sórdido mundo de la pederastia y el tráfico de niños, un tema sobre el que las autoridades mundiales y las instituciones han tendido un pesado manto de silencio. Nada de esto sería posible sin la vergonzosa colaboración de la prensa, la gran encubridora de esta lacra del llamado mundo civilizado. Los periodistas de investigación no se atreven a entrar; o no quieren. En cualquier caso, es hacer seguidismo de la oficialidad imperante y eso nos convierte en cómplices, a la vez que en malos profesionales. Parece que hemos olvidado que estamos aquí ejerciendo una labor de servicio: la de intermediarios entre el hecho y el ciudadano y, sobre todo, para contar lo que el Poder quiere mantener oculto. Nos hemos acostumbrado a mentir, a callar verdades, a no hablar de asuntos molestos y a tragar; en definitiva, a vender nuestro honor por treinta míseras monedas de plata. El código deontológico del periodismo se cubre de polvo y telarañas en un rincón oscuro, al lado del juramento hipocrático de los médicos.
Somos periodistas al servicio del poder, “prostitutas intelectuales”, según las palabras que el periodista John Swinton pronunció hace ya más de un siglo. Y en el caso concreto de Sounds of freedom se deja ver claramente a través de algunas opiniones sobre la cinta, referidas no tanto a su calidad técnica y artística, que, en ocasiones, deja ver su limitado presupuesto, sino a su contenido.
Las críticas en contra son variadas y desde diferentes perspectivas; empezando por la negación de los hechos o incluso la existencia del exagente federal Tim Ballard, encarnado en el actor Jim Caviezel, siguiendo con los desnortados de la conspiranoia, que ven simbolismo masónico o un lavado de cara de la policía a través del priming, o su clasificación como “película de fe”. En cuanto a esto último habría que preguntar a los clasificadores si solo las personas con fe están en contra de las mafias dedicadas al secuestro y abuso de niños. Los integrantes del equipo, en efecto, tienen fe y hablan de Dios, entre ellos Eduardo Berástegui de conocida y reconocida trayectoria como actor y productor, y muy especialmente como defensor de la vida y el Bien. El encuadre como “película de fe” no es ningún desdoro; todo lo contrario. Sin embargo, trasluce la intención aviesa subyacente de influir en una sociedad que ha roto su conexión con lo sagrado. La manipulación es muy sutil, pero tan perniciosa como la lluvia ácida, que mata silenciosamente; en este caso el espíritu.
Mell Gibson, gran defensor del film, también está recibiendo los embates de la artillería pesada. El exitoso actor de La pasión de Cristo lleva años denunciando la pederastia dura en el entramado de la industria de Hollywood.
Como reza el titular del artículo, la película es solo una pincelada del tenebroso cuadro de la pederastia, dado que se limita a narrar unos hechos, protagonizados por Tim Ballard y un equipo de exagentes de la policía, la CIA y el FBI, sobre el rescate de un grupo de niños arrancados de sus familias, destinados a la esclavitud sexual. La cinta además de un éxito de taquilla está moviendo conciencias, y miles de ciudadanos han abierto los ojos a una realidad que desconocían. El guión no tenía la pretensión de ir más allá, o de abordar la pederastia “dura” de lujo y muerte. No obstante, urge tomar el testigo e introducirse en las cloacas de alto standing.
A los críticos de pacotilla que, con el ánimo de deslucir, resaltan esta particularidad vamos a pedirles que en lugar de denostar el trabajo bienintencionado de otros, empiecen ellos mismos a luchar contra este mal endémico. Películas, documentales, conferencias, libros, artículos: todo está bien para vehiculizar la denuncia y la concienciación. Pero no harán nada porque ni quieren, ni se atreven, ni saben. Por eso están inactivos, con las anteojeras puestas, limitándose a repetir las consignas y las opiniones de otros. Conscientes o no, trabajan para el lado oscuro.