Cuando en 1989 decidí dejar la carrera de derecho fue porque descubrí un contrasentido: “Hacer justicia no era hacer justicia”, es como decir que el blanco no es blanco sino negro y que el blanco no existe como tal, a menos que seas un conspiranoico o un negacionista de las formas políticamente correctas. Este hecho que podría ser baladí no lo es: la clave reside en el sentido común, donde está la verdad.
Impartir justicia es lo más difícil de este mundo, ni el mismo Dios sabe cómo hacerlo ante seres tan malignos, irresponsables y estúpidos que, en el ejercicio del derecho inalienable de su libre albedrío deciden hacer sufrir al resto de los humanos porque sí, porque les resulta divertido. Mucho menos un juez puede hacerlo porque es sólo un ser humano. Sin embargo, esta profesión, tan digna y necesaria, está reglamentada por las leyes del derecho positivo, mas no del natural, que respeta los derechos de los seres humanos por ser humanos; el otro es caprichoso, burocrático, absurdo (sin sentido lógico) y cambiante: hoy dice una cosa y mañana otra, lo que hoy es justo y necesario mañana es un delito gravísimo que se castiga con la muerte. La gran pregunta es quién se beneficia de esa carencia de lógica. El malvado no sabe dar punzada sin hilo, algo que aprendió de sus maestros.
Teniendo en cuenta que las leyes son hechas por los hombres y que las leyes divinas o del derecho natural son ignoradas por ser consideradas anticientíficas (el derecho busca ser una ciencia tan exacta como las matemáticas), estamos completamente perdidos; del mismo modo que los especialistas se encierran en fórmulas complicadísimas para explicar el funcionamiento del universo con las incógnitas que creen que existen, igual pasa con los que están en el poder legislativo y en el ejecutivo: ellos deciden nuestras necesidades, lo que nos conviene, lo que no, lo que debemos considerar como correcto, lo que es una falacia, el modo de actuar, de desenvolvernos en la sociedad, de acuerdo con las situaciones y urgencias repentinas, etc… Son nuestros guías, a los que les concedimos dicho poder con un voto, hayamos ido a la urna o no. Ellos se sienten con el derecho de representarnos y pensar por nosotros, sin saber qué creemos en realidad porque no les importa. El sistema social se ha cerrado y se defiende tanto que, para evitar sus crisis y caídas, se ha convertido en la fuente del fascismo y del pensamiento único (su fruto amargo).
Nada escapa de su control: los jueces están para hacer justicia, aplicando las leyes que otros les ordenan. Es como si uno de ellos ordenase que una persona se pusiera el veneno covidiano, conociendo las cifras del VAERS de los EEUU. Estaría delinquiendo como el presidente de la OMS, el presidente del gobierno, la ministra de sanidad y el resto del cuerpo administrativo, incluyendo la enfermera y el médico que actúa bajo el embrujo del ejecutivo y sus órdenes. A estas alturas del partido es difícil saber si un delito es realmente un delito, si una acción es buena o mala. Es como si el fin fuese confundirnos hasta que la barrera entre el bien y el mal desapareciera (algo que quisiera el mismo diablo) y actuásemos por instinto, dependiendo de nuestro poder sobre los demás, en forma de facultades legales, se hayan concedido o no.
Soy consciente de lo extremas que pudiesen parecer estas reflexiones filosóficas, llevadas al límite (si deseas saber si algo es correcto o no, extiéndelo hasta el absurdo), también lo soy de que no todas las normas son malas y que muchas tienen ese sentido común, pero ante un sistema cada vez más corrupto, donde la representatividad ciudadana brilla por su ausencia, donde la democracia es presa de la dictadura de la agenda 2030 y dónde las normas están pensadas no para regular, sino para cargarse nuestras instituciones nacionales (y que luego digamos “vengan a salvarnos demonios encarnados”) , es normal que el Consejo General del Poder Judicial reaccionen frente al salvaje discurso de Pedro Sánchez tratando de involucrar a los jueces en su sucio plan de la amnistía a los criminales por delitos de terrorismo, cuando se pretende castigar el derecho de libertad de expresión y eso sí que es el fascismo en su forma más pura: la imposición del pensamiento único que el presidente quiere instaurar ahora en la judicatura, tras el éxito hasta ahora conseguido.
Todo ello me recuerda a aquellos tiempos de Jesús Gil y Gil cuando se reunía con los jueces en Marbella, en apetitosas cenas, tratando de comprarlos para que pudiese hacer sus chanchullos, que al lado de los que pretende el dictador Sánchez son un chiste, los mismos que se hacen en muchos países, como en Perú, donde se ha dado una patada a la ex fiscal general por querer procesar a la presidenta Dina Boluarte por 52 asesinatos y se quiere crear una ley para que el Congreso de la República pueda elegir sus jueces a medida de sus gustos, o en Venezuela. Este hecho ya es una realidad: en toda democracia han de ser los jueces los que elijan a sus propios miembros del CGPJ, pero no es así porque son los partidos políticos los que los escogen, dependiendo del reparto electoral (si a ello le añadimos los pucherazos, como el del pasado 23 J, los acontecimientos empiezan a aclararse) y si órganos como el TC son regulados del mismo modo, entonces tenemos un serio problema. Si a ello le añadimos que la fiscalía está controlada por el Ministerio de Justicia (y el que lo dijo una vez en una entrevista con una pregunta y una respuesta: “Pues eso…”), cuando debería de estar regulada por los mismos jueces, que son los encargados de impartir justicia, tenemos una grave disyuntiva. Quien la imparte no es el juez, ni el fiscal, sino el gobierno porque éste es el que decide qué es delito y qué no, sometido a las élites de los Rothschild y sus testaferros. Nos encontramos con una justicia comprada, arbitraria, que no persigue las desigualdades (de las que se les llena la boca a los que se llaman progres y de izquierdas, en contra de los fachas), sino el cumplimiento de la ley del embudo: lo ancho para mí y lo estrecho para ti.
Si a ello le añadimos que la justicia se compra con dinero y a cambio de recompensas muy suculentas, que no es igual para un pobre y para un rico (el artículo 14 de la Constitución dice somos iguales ante la ley), nos encontramos con otro escollo y de los gordos. No es igual el delito cometido por un mafioso como Puigdemont y como un hombre que no paga su pensión o roba una gallina en un mercado o suelta un insulto en las redes sociales contra el dictador Sánchez, y eso lo hemos visto. En el nombre de leyes fascistas como las de Irene Montero, especialmente la ley del sí es sí, de las normas contra la viogen o sobre el LGTBIQ+ se están atropellando derechos muy básicos, sin mencionar el cajón que sirve tanto para un crochet como un punto final de Klaus Schwab: el delito de odio.
Por eso mantuve y sigo pensando que “hacer justicia no es hacer justicia” y, que del mismo modo que los ciudadanos podemos desobedecer a nuestros sátrapas (como lo he hecho sin ponerme ni un bozal de perro durante los años de farsemia, haciendo frente incluso a cuatro policías en moto y en plena calle a las puertas de mi casa, mirándolo a sus caras sin decirles nada), igual pueden hacer los jueces ante sus fascistas gobernantes, sin permitirles ni una coma, ni una palabra insultante, ni una sugerencia de prevaricación y mucho menos de amenazas soterradas porque eso lo hace la mafia y si están sometidos a las normas que estos sujetos les imponen, no pueden ser cómplices de delitos permitidos; todos ellos están recogidos en los Tratados internacionales, a los que el Estado español se ha suscrito como país democrático y de primer mundo (aunque ya sea una república bananera) y son de obligado cumplimiento. Los jueces han de vigilar que se cumplan, porque eso es impartir justicia de manera transparente.
No hay que arrodillarse ante el fascismo y sus leyes torticeras, insustanciales, contradictorias y carentes de sentido, salvo para los que cometen delitos y crean sus propias normas para no ser perseguidos (y ésos sí que son delitos gravísimos), al estilo de los masones y de los sionistas que, en un acto de hipocresía, defienden la legalidad y la honestidad jurídica, pero a su favor, para que nadie sepa lo que son, por muchos cargos que tengan y mucho poder y muchas palmaditas les den sus amiguitos del Foro de Davos: hay que huir de la grandiosidad de los discursos, en los que la boca se llena de moral y de nauseabundo insulto disfrazado de normas cuando lo que se defiende no se sostiene de ninguna forma bajo el sentido común.España está en los albores de una dictadura venezolana, Pedro Sánchez es como Hugo Chávez y como pretende hacernos creer no se va, ni, aunque le echen agua hirviendo; ni Francisco Franco tenía esas pretensiones. Si hemos llegado a este punto es porque nos hemos dejado confiar por el buenismo que nos ofrecía la democracia española y todas sus falacias y trampas por la partitocracia actual, el auténtico cáncer de la sociedad española. Y los jueces tienen mucho que hacer: defender la igualdad de todos nosotros ante la ley, castigar a los poderosos que se ríen de nosotros (incluso desde Bruselas, como Puigdemont) y como dije, no hablar sino actuar haciendo cumplir las leyes que nos pueden hacer vivir como seres dignos en un Estado de bienestar y de justicia, sin cortapisas, sin dar muchas vueltas y sin argumentos innecesarios. El sentido común es muy claro: “una ley justa es justa si lo es para todo el mundo, si no, es todo lo contrario” (Enmanuel Kant).
Tú lo viste haciendo la carrera, yo lo vi veinte años después; pero nunca es tarde cuando la dicha llega. Buen artículo, compañero.
Y en 1989 cuando había cierta Justicia…
Estamos cada vez más locos.
Estos jueces no pueden hacer Justicia porque han sido complices y si son complices pierden la jurisdicción, hay que destituir y renovarlos a todos y si alguno es honesto se le puede volver a legitimar en su cargo pero desde luego no podemos consentir que esta gente siga en sus puestos despues de lo que han hecho y sobretodo no han hecho. Y no hablo solo de España a nivel mundial. Estan en funciones para casos extremos pero no tienen ya jurisdicción. Es más tendremos que revisar sentencias una por una porque no confiamos ni nos fiamos, vamos a tener trabajo, mucho trabajo. Y por supuesto ya es hora de defenderse o acusar uno mismo sin tanto letrado que interprete un codigo que debería ser claro como los contratos. No podemos dejar que otros nos representen cuando nosotros podemos ejercer como garantes de nuestros Derechos.