Por Alfonso de la Vega
Dentro de lo que ahora se ha venido en llamar memoria histórica o memoria democrática conviene recordar otros episodios no demasiado ejemplares protagonizados por los Borbones, en este caso de los “pata negra”, antes del bastardeo de la dinastía original gracias a la reina María Luisa de Parma, la libertina mujer de Carlos IV.
Me refiero al intento de genocidio de personas de la etnia gitana durante el reinado de Fernando VI. Bajo su aprobación se ordenó poner en marcha un plan no sólo para expulsar a los gitanos, algo que ya se había intentado antes sin demasiado éxito, sino para terminar incluso con su existencia misma. Suele ser considerado como uno de los reyes menos malos o más inofensivos de la lamentable dinastía extranjera, pues distraía su ocio dedicado a la ópera o a organizar vistosas naumaquias en Aranjuez. Sin embargo, en realidad Fernando VI era otro tarado como su padre, el entronizador de la saga borbónica, con arrebatos de crueldad y cierta soberbia: «Lo que yo determino en mis reinos no admite consulta de nadie antes de ser ejecutado y obedecido».
Los planes estuvieron definidos principalmente por el entonces gobernador del Consejo de Castilla, el reverendísimo señor obispo Gaspar José Vázquez. Se implementaron por el marqués de la Ensenada que en su calidad de secretario de guerra, instruyó a las capitanías generales para informar a los diversos gobiernos y diócesis de la península, y hacer cumplir el mandato. El ejército a nivel nacional y las autoridades locales se organizaron para que no quedara ningún rincón o escondite sin explorar a la caza y captura de cualquier miembro de esa etnia.
En efecto, durante la terrible noche el 29 de julio de 1749 se mandó arrestar y aprisionar a todas las personas gitanas del reino, sin distinción alguna. En ese primer momento fueron detenidos los gitanos ya conocidos. Y en los días siguientes se comprobaron los censos para sistematizar la captura y ver quiénes faltaban, interrogando a los ya detenidos.
En un primer momento se pretendía el exterminio de los gitanos y hubo personajes como el conde de Aranda, otro con cierta buena fama oficial, que propusieron liquidarlos. Sin embargo, las medidas para hacer desaparecer a la población no consistieron en un genocidio físico directo en el que la muerte fuera el resultado inmediato de las penas impuestas. La medida más importante fue la separación física de hombres y mujeres. Si estos no estaban juntos resultaba imposible la reproducción biológica y, por tanto, la permanencia de una “raza gitana”, por genética o lazos de sangre.
Así, los hombres fueron enviados a trabajar forzosamente en los arsenales y minas. Las mujeres a cárceles o a fábricas, muchas al sector textil. Los niños mayores de siete años se enviaron con los hombres adultos, mientras que los más pequeños fueron extraídos de sus familias poniéndose a disposición de las instituciones para su “reeducación”.
La mortalidad fue muy elevada en los lugares de destino. Mayor en las minas, pero las malas condiciones de vida o el hacinamiento forzoso también provocarían muchas bajas. Las fugas y los motines se castigaban con la pena de muerte.
La operación represiva se financió con lo robado a los gitanos, en lo que cabría considerar como una especie pionera sui generis de la famosa posterior desamortización de Mendizábal.
El melómano marino de agua dulce había heredado las taras mentales de su padre Felipe V y terminaría falleciendo absolutamente loco muy joven diez años después. Y ya con Carlos III, llegó el indulto en 1765. En esa década y media de represión y forzoso cautiverio se estima que habrían podido fallecer no menos de 10.000 personas, lo que supone una cifra elevada en proporción a la población de su época. Los supervivientes habían sido despojados y se enfrentaron al dilema de volver a empezar en sus lugares de origen o el exilio.
Un episodio vergonzoso para la memoria histórica española pero sobre todo para una dinastía distraída en satisfacer sus ocios y vicios. Es posible que de algún modo la memoria de esta injusticia haya perdurado en el tiempo. El que hoy una parte significativa de la población gitana profese confesiones evangélicas en lugar de la católica acaso sea una de las posibles consecuencias.
Como se ve el Siglo de las luces enseguida tuvo su apagón. Y las tinieblas se enseñorean con la ausencia de la Luz. La historia nos muestra que las víctimas del genocidio pueden variar según estorben al Poder y no es cosa solo del pasado.
El asunto es importante en sí mismo pero tendría su moraleja de utilidad actual.
Desde una visión responsable de la historia cabe considerar que en estos tiempos tan tumultuosos ya nadie estaría libre de preocupación o amenaza. Lo estamos viendo una y otra vez en diferentes escenarios geográficos donde se sirven perpetrando atrocidades ante la aparente indiferencia de la maltrecha o frívola opinión pública.
Una hipótesis “conspiranoica” muy extendida sostiene que para cierta plutocracia globalista internacional, reverenciada por los Borbones, lo que hoy “sobraría” sería la raza blanca, heterosexual y de filiación cristiana que coincide con la población europea autóctona. De ahí la audaz hipótesis del reemplazo poblacional con elementos de razas teóricamente más manipulables. Puede que sea solo una casualidad pero hoy se está produciendo una invasión de hombres jóvenes africanos musulmanes o animistas en plena edad de procrear. Y también que ciertos servicios sociales separan a niños de sus familias, so pretexto de su desestructuración. Se ha sabido que desgraciadamente incluso algunos de estos pobres infantes “tutelados” por el Estado terminan engordando “misteriosas” redes de prostitución para depravados y desde luego las saneadas finanzas de sospechosos chiringuitos ad hoc públicos o privados.
Si esto sigue así en un plazo no muy lejano la estructura poblacional habrá cambiado de modo radical y la civilización europea quedaría relegada. El buen gobierno trataría de prevenir antes que tener que curar.