El 12 de noviembre de 2019, en un salón del Congreso de los Diputados, dos hombres se dieron la mano y un posterior abrazo ante las cámaras con una sonrisa que ocultaba la mayor traición al bienestar de los españoles desde la Segunda República. Pedro Sánchez, líder del PSOE, y Pablo Iglesias, jefe de Podemos –esa formación comunista reciclada en populismo de salón–, firmaron un preacuerdo para formar el primer gobierno de coalición de izquierda radical en la supuesta democracia. Lo que se vendió como “progreso” fue, en realidad, el acta fundacional de una cadena de calamidades que aún hoy asfixian a millones de familias. De aquel apretón de manos brotó el veneno que está terminando con España.
Sánchez, incapaz de sumar mayorías tras las elecciones de abril y noviembre de 2019, optó por lo fácil: entregar el Gobierno a los herederos ideológicos del estalinismo. Iglesias, con su coleta y su discurso de clase, exigió ministerios clave –Igualdad, Trabajo, Consumo– y los obtuvo. El PSOE se arrodilló ante una formación que nunca ocultó su admiración por Chávez, Maduro y los regímenes que arruinaron Venezuela. El resultado: un Ejecutivo Frankenstein donde los socialistas moderados fueron secuestrados por la agenda comunista de Podemos.
Desde el primer Consejo de Ministros, la prioridad no fue la economía ni la creación de empleo, sino la imposición de una «revolución cultural». Leyes como la del “solo sí es sí” –impulsada por la ministra comunista Irene Montero– liberaron a cientos de delincuentes sexuales y destrozaron la vida de víctimas que vieron cómo sus agresores reducían condena o salían en libertad. La “ley trans”, otro capricho podemita, permitió que menores de edad accedieran a tratamientos hormonales irreversibles sin control médico serio, sembrando el caos en colegios y familias.
Las residencias de ancianos, que anteriormente habían sido transferidas a manos autonómicas, durante la farsemia no recibieron directrices claras desde el ministerio de derechos sociales y Agenda 2030, que había tomado el mando único y cuyo responsable era Pablo Iglesias. Consecuencia de ello es que las residencias se convirtieron en morgues: más de 30.000 mayores murieron literalmente abandonados.
La recuperación postpandemia fue un desastre. Los fondos europeos –que Sánchez prometió – se dilapidaron en chiringuitos ideológicos: cursos de “perspectiva de género”, subvenciones a ONG afines y propaganda institucional. El resultado: España lidera el paro juvenil de la UE (casi 30 %), la inflación acumulada supera el 25 % desde 2019 y la cesta de la compra se ha encarecido un 40 %. Los autónomos, asfixiados por subidas de cotizaciones y el Salario Mínimo Interprofesional impuesto a martillazos, cierran a miles. Los jóvenes emigran: uno de cada tres menores de 30 años sueña con irse, como en los peores años de la crisis del ladrillo.
Fractura Social: La España de las Dos Trincheras
El pacto Sánchez-Iglesias no solo empobreció, dividió. La ley de Memoria Democrática –otro invento podemita– reabrió heridas de la Guerra Civil, exhumando a Franco mientras se ignoraba a las víctimas del terrorismo etarra. Bildu, partido que nunca condenó los 857 asesinatos de ETA, se convirtió en socio preferente. En Cataluña, el indulto a los golpistas del 1-O –aprobado con el beneplácito comunista– fue la guinda: el Estado de derecho se arrodilló ante quienes quisieron romper España.
La educación pública se ideologizó hasta la náusea. Asignaturas como “educación en la diversidad afectivo-sexual” sustituyeron a matemáticas y lengua, mientras el fracaso escolar alcanzaba el 30 %. La natalidad se desplomó a niveles de extinción (1,19 hijos por mujer), pero el Gobierno gastó millones en campañas de “lenguaje inclusivo” y en traer inmigrantes ilegales a hoteles de lujo pagados por todos.
Con la irrupción de Podemos en el Gobierno, España dejó de discutir políticas para empezar a odiarse. Iglesias y sus ministros convirtieron cada debate en una cruzada ideológica: hombres contra mujeres, ricos contra pobres, campo contra ciudad, creyentes contra laicos. Cada norma no buscaba unir, sino señalar al enemigo. Desde 2020, las encuestas lo confirman: la polarización alcanza niveles de 1936. El CIS, manipulado hasta la náusea, ya no puede ocultar que siete de cada diez españoles perciben al otro bando como “enemigo”. Las familias callan en las cenas de Navidad; los amigos se bloquean en redes; los pueblos se dividen por banderas.
Seis años después de aquel siniestro abrazo en el Congreso, el balance es demoledor. La deuda pública roza el 104 % del PIB, la industria se deslocaliza, los negocios cierran, los agricultores agonizan, la luz es la más cara de Europa y la inseguridad crece en barrios abandonados a la delincuencia multicultural. Los españoles ven cómo su poder adquisitivo se evapora mientras el Gobierno derrocha en televisiones públicas que nadie ve y en ministerios duplicados. Por no hablar de las riadas, los incendios, los apagones, la corrupción, los escándalos de Errejón, de Monedero, de los políticos de Sumar que fueron mano derecha de Yolanda Díaz (uno huido de la justicia), de los Tito Berni, Koldos, Ábalos, Cerdanes, Torres, Armengoles, Alegrías, Begoñas, hermanísimos, fontaneras, fiscal general…. y el 1.
Aquel pacto del 12 de noviembre de 2019 no fue un acuerdo político; fue un acto de traición nacional. Sánchez vendió España a cambio de un sillón; Iglesias la usó como laboratorio para su revolución fallida pero que lo dejó muy bien colocado en un chalet de lujo y con su pareja cobrando un pastizal en Europa por hacer nada. De allí nacieron todas las desgracias que hoy padecemos: la ruina económica, la fractura social, la pérdida de prestigio internacional y la desesperanza de una generación entera. Cada recibo de la luz, cada cierre de negocio, cada joven que hace las maletas lleva la firma de aquel documento. España no se merece este Gobierno; merece recordarlo como la página más negra de su democracia.
(Por Laura González)

