martes, septiembre 23, 2025
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Google restablecerá cuentas de YouTube censuradas durante la administración de Biden

En un mundo donde la libertad de expresión debería ser el pilar de cualquier democracia digna de ese nombre, la reciente decisión de Google de reinstaurar cuentas de YouTube suspendidas por «discurso político» sobre la farsemia y la integridad electoral llega como una victoria pírrica. No es un acto de redención voluntaria, sino una retractación forzada ante la evidencia abrumadora de abusos.

Esta noticia, revelada por Fox News, expone no solo la complicidad de las grandes tecnológicas con gobiernos autoritarios, sino el rol protagónico de la administración Biden en la creación de un «Ministerio de la Verdad» orwelliano. Y en España, el gobierno de Pedro Sánchez ha exportado este modelo represivo, utilizando «fact-checkers» como arietes para censurar cientos de cuentas, incluida la nuestra, que osaron desafiar el dogma oficial. Es hora de destapar esta cloaca de censura impuesta.

El Escándalo Estadounidense: la administración Biden ejerció una presión «repetida y sostenida» sobre Alphabet (empresa matriz de Google) para eliminar contenido generado por usuarios que no violaba ninguna política interna. En un documento entregado al Comité Judicial de la Cámara de Representantes, un abogado de Google confiesa: «Funcionarios senior de la administración Biden, incluyendo de la Casa Blanca, presionaron a la compañía respecto a cierto contenido relacionado con la pandemia de COVID-19 que no violaba sus políticas«. ¿El resultado? Miles de cuentas desmonetizadas, baneadas o eliminadas por atreverse a cuestionar mascarillas, vacunas o irregularidades electorales.

Figuras conservadoras como Dan Bongino, exagente del FBI y comentarista de derecha, fueron silenciadas en 2022 por «desinformación» sobre las mascarillas. Bongino, que acumula millones de seguidores en plataformas alternativas como Rumble, vio su canal de YouTube clausurado sin piedad. Lo mismo le ocurrió a Sebastian Gorka, exjefe de contraterrorismo de la Casa Blanca, y a Steve Bannon, presentador del podcast War Room, por «violaciones repetidas» a políticas de «integridad electoral» que, casualmente, ya no existen. Google lo reconoce ahora: esas normas eran un instrumento de control, no de veracidad.

Esta no es una anécdota aislada. La administración Biden creó un «ambiente político» que obligaba a las plataformas a actuar como verdugos de la disidencia, según el mismo documento. Es la coacción en su forma más burda: amenazas veladas de regulaciones o investigaciones si las grandes tecnológicas no se alineaban con el relato oficial. El caso Murthy v. Missouri, que llegó hasta la Corte Suprema, lo pintó claro: un gobierno que coacciona a empresas privadas para censurar voces críticas viola el Primer Enmienda. Pero la Corte, en una decisión tibia, no fue lo suficientemente lejos, dejando a Biden con las manos libres para seguir manipulando el discurso público. ¿Libertad? Solo si comulgas con el guion progresista. De lo contrario, eres un «extremista» merecedor de la censura. Y no olvidemos a Jimmy Kimmel, cuyo programa fue suspendido por ABC bajo presiones similares, mientras Sinclair Broadcast Group lo reemplazaba con contenido «aprobado». El ahora senil Biden no era un defensor de la democracia; era un arquitecto de la uniformidad ideológica, usando el pánico pandémico como pretexto para un control totalitario.

España: Sánchez y sus Fact-Checkers, los Inquisidores Digitales del Siglo XXI

Si en EE.UU. la censura es un escándalo transatlántico, en España es una rutina estatal. El gobierno de Pedro Sánchez, en alianza con la UE y sus burócratas de Bruselas, ha convertido a los «fact-checkers» en una milicia digital para imponer el «discurso único». Cientos de cuentas en Google y YouTube han sido desmonetizadas o eliminadas por no alinearse con la narrativa oficial sobre la farsemia, el aborto, la inmigración ilegal, el proceso catalán o el timo cambiático. No son verificadores de hechos; son verdugos de la verdad incómoda. España ha censurado a periodistas independientes, activistas conservadores y hasta usuarios anónimos que compartían memes críticos con el sanchismo. En 2023, el gobierno español presionó a Google para eliminar más de 500 canales, según informes de la propia compañía, bajo el pretexto de la «Ley de Libertad Sexual» o la «Ley de Desinformación» en gestación.

Es el mismo manual que siguió Biden: crear un clima de miedo donde las tecnológicas actúan como policía ideológica. La Unión Europea también ha exportado este modelo, donde la Digital Services Act (DSA) obliga a plataformas a censurar «contenido dañino» definido por burócratas, no por jueces. ¿El resultado? Un ecosistema digital donde solo prospera el progresismo woke. Cuentas que destaparon en su día corruptelas socialistas, o portales conservadores han sido «fact-checkeados» hasta la asfixia. No es coincidencia: es una estrategia coordinada para silenciar a la oposición, tal como Biden lo hizo con los republicanos escépticos del establishment.

La reinstauración de cuentas por parte de YouTube —anunciada esta semana como un «compromiso con la expresión libre»— no borra las cicatrices. Google promete dar una «oportunidad» a los baneados por políticas obsoletas, pero ¿y la confianza perdida? ¿Y las carreras destruidas? Esta retractación llega tarde, impulsada por investigaciones republicanas y demandas judiciales, no por un cambio de corazón. Mientras, Meta hizo lo mismo el año pasado, reconociendo presiones similares. El patrón es claro: gobiernos de izquierda, desde Biden hasta Sánchez, ven la libertad de expresión como un lujo prescindible. Usan «fact-checkers» para etiquetar disidencia como «fake news». El precio es una sociedad atomizada, donde el debate muere y solo queda el monólogo oficial.

Que esta retractación de Google sea el principio del fin para el discurso único. Si no, la historia nos juzgará como cómplices de la nueva Inquisición.

 

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