Este jueves, una tal Hadja Lahbib, comisaria europea de Igualdad, Preparación y Gestión de Crisis, nos ha regalado un momento de gloria desde el púlpito del ‘Nutrition for Growth Summit’ en París. Con una sonrisa que destila compromiso y un discurso que apela a la «dignidad, oportunidad y vida», ha anunciado que la Unión Europea destinará 3.400 millones de euros entre 2024 y 2027 para combatir la malnutrición global. «Cada niño merece un futuro», ha dicho, mientras las banderas de la UE ondeaban orgullosas detrás de ella, como si el dinero por sí solo pudiera garantizarlo. Qué bonito, ¿verdad? Claro, hasta que recordamos que ese dinero no cae del cielo: lo pagamos nosotros, los contribuyentes europeos, con nuestros impuestos.
No nos malinterpreten, la malnutrición es un problema real y grave. Pero aquí viene la parte que hace que uno levante una ceja con un toque de escepticismo: ¿realmente estos 3.400 millones de € llegarán a los niños que lo necesitan, o se quedarán en el camino, engordando los bolsillos de intermediarios, políticos europeos con agendas propias y ONG que parecen multiplicarse como hongos después de la lluvia?
El negocio de la solidaridad: un festín para unos pocos
Hagamos un poco de memoria. Este tipo de cumbres, como la Nutrition for Growth, no son nuevas. Desde 2013, se han celebrado varias ediciones, y cada vez se anuncian cifras más abultadas. En 2021, en Tokio, «Team Europe» ya comprometió €4.300 millones para la misma causa. Ahora, en 2025, sumamos otros €3.400 millones, y el Banco Mundial aporta 5.000 millones de dólares más. Si sumamos todo, estamos hablando de una cantidad que podría resolver muchos problemas… si tan solo supiéramos que el dinero llega a donde debe llegar. Pero la historia nos enseña que, en demasiadas ocasiones, estas iniciativas se convierten en un banquete donde los comensales principales no son los niños hambrientos, sino los que gestionan los fondos.
No es ningún secreto que las ONG y las agencias internacionales que operan bajo el paraguas de estas iniciativas suelen tener gastos operativos que harían sonrojar a cualquiera. Viajes en clase ejecutiva, hoteles de lujo para «coordinar» proyectos, fiestas y sueldos de seis cifras para sus directivos son solo la punta del iceberg. Y luego están los políticos europeos, que no pierden la oportunidad de sacarse una foto en estas cumbres mientras firman cheques con nuestro dinero. ¿Cuántos de ellos estarán ya pensando en cómo canalizar parte de esos fondos hacia proyectos que beneficien a sus aliados o a sus propios intereses? Porque, seamos sinceros, la «solidaridad» a menudo viene con un precio… y una factura que pagamos los de siempre.
Si queremos entender mejor este circo de la cooperación internacional, vale la pena echar un vistazo al libro ‘Blanco bueno busca negro pobre’: Una crítica a los organismos de cooperación y las ONG, de Gustau Nerín. Publicado hace unos años, este libro pone el dedo en la llaga con una claridad que incomoda. Nerín, un antropólogo con un conocimiento profundo de África, desmonta el mito de que la cooperación internacional es la panacea para los problemas del continente. Con argumentos económicos, sociológicos y antropológicos, el autor expone cómo, después de décadas de «ayuda», los resultados son decepcionantes: proyectos insostenibles, corrupción, intereses ocultos y una profunda ignorancia de las realidades locales.
Nerín describe cómo muchas ONG y organismos de cooperación operan desde una mentalidad paternalista, donde el «hombre blanco» se ve como el salvador del «negro pobre», sin detenerse a escuchar lo que las comunidades realmente necesitan. En este contexto, los 3.400 millones anunciados por Lahbib podrían ser solo otro capítulo más de esta historia. ¿Cuánto de ese dinero se gastará en consultorías europeas, en vez de en soluciones locales? ¿Cuánto se perderá en la burocracia o en proyectos que lucen bien en un informe, pero que no tienen impacto real?
Mientras tanto, aquí estamos los ciudadanos europeos, viendo cómo nuestros impuestos se destinan a causas nobles que, en la práctica, a menudo se convierten en un negocio para unos pocos. No decimos que no haya que hacer nada contra la malnutrición —sería absurdo negarlo—, pero sí que deberíamos exigir más transparencia y eficacia. Si cada niño merece un futuro, como dice Lahbib, también nosotros merecemos saber que nuestro dinero no está financiando un sistema que, como señala Nerín, a veces parece más interesado en las buenas intenciones que en los buenos resultados.
Así que, la próxima vez que veamos a un político europeo anunciando millones para «salvar el mundo», quizá deberíamos preguntarnos: ¿quién se está salvando realmente? Porque, a este paso, parece que los únicos que siempre salen ganando son los que organizan el banquete. Y nosotros, mientras tanto, seguimos pagando la cuenta.