Orsola Giuliani nació el 27 de diciembre de 1660. “He esperado tu nacimiento por toda la eternidad” lo dirá Jesús, de adulta.
Ciertos días, rechazaba la leche materna y sus hermanas notaron que correspondían a los días tradicionalmente consagrados a la penitencia y al ayuno.
Todavía no andaba, pero cuando veía las imágenes de la Virgen con el divino Niño en brazos, se agitaba hasta que la acercaran a ellos para poder darles un beso y abrazarlos. Varias veces, vio como una imagen cobraba vida y como el niño bajaba de la pintura para entablar con ella un coloquio infantil. A los 3 años, estando una mañana en el huerto, entretenida en coger flores, vio al niño Jesús que cogía flores a su lado y escuchó en su interior su voz que decía: “Yo soy la verdadera flor”.
En una ocasión, para imitar a los mártires, sometidos al tormento del fuego, se le ocurrió tomar brasas en sus tiernas manos y quemarse.
Antes de morir, su madre Benedetta, de profundos sentimientos religiosos, reunió a sus 5 hijas en torno a su cama y las encomendó a las cinco llagas del Señor, como recordatorio. A Orsola, de siete años, le tocó la llaga del costado. Entonces, durante la Semana Santa, por dos veces se le apareció el Señor todo llagado que le dijo que fuese devota de su Pasión. En 1670, se acercó por vez primera al banquete Eucarístico: «recuerdo que la noche anterior, no pude dormir ni un momento. A cada instante pensaba que el Señor iba a venir a mí. Y pensaba qué le iba a pedir, qué le iba a ofrecer. Al tomar la sagrada Hostia, sentí un calor tan grande que me encendió toda, especialmente en el corazón”, por lo que la niña se colocaba paños mojados en agua fría, los cuales en seguida se secaban. De la boca de todas los adultos que habían comulgado, olía un dulce perfume, creyendo que todo el mundo percibía ese olor. Podía ver a su ángel custodio en visión corpórea, hablar y rezar con él en voz alta, el cual le dio algunas veces la comunión. Un día, mientras estaba rezando, escuchó estas palabras: » ¡A la guerra, a la guerra!». Ella tomó la sugerencia literalmente y se puso entonces a aprender el arte de la esgrima, pero justo cuando practicaba el manejo de la espada, el mismo Jesús le dijo: “No es ésta la guerra que quiero de ti”. Desde la edad de nueve años, quiso entrar en el convento. Sin embargo, su padre se negó, e incluso lloró para quitarle de la cabeza semejante pensamiento. Con frecuencia llevaba a otros señores a casa y le prometía toda clase de entretenimientos. En consecuencia, ella cayó enferma y fueron los propios médicos los que convencieron a su padre para que cediera: hacerse monja de clausura representaba el único remedio para sus males.
Cuando a los 17 años tomó los hábitos, en octubre de 1677, vistiendo el pesado sayal color marrón de las Clarisas Capuchinas, en de Cittá di Castello (Umbría), cambió su nombre por él de Verónica y el demonio que ella llamaba “el tiñoso del infierno”, pasó entonces al ataque directo, confirmando la clase de guerra que deseaba el Señor, es decir la lucha contra los enemigos del infierno con la única arma eficaz: la de la Santa Cruz. El demonio le infectaba la celda con humo, hedor infernal, metía ruido y ponía todo tipo de insectos en su comida (gusanos, gruesas sanguijuelas cortadas cuyos pedazos caminaban sobre el plato). Intentaba asfixiarla, la mordía y golpeaba, le daba vigorosos empujones en las escaleras y, más de una vez le rompió el fémur o el brazo pero, recibiendo la Eucaristía, las heridas sanaban y los huesos se volvían a unir. El enemigo se disfrazaba de monja, de madre abadesa, de confesor para acusarla, generar en ella dudas y desconfianzas. La molestaba particularmente cuando se ponía a escribir su diario, tesoro de 22000 páginas y escrito durante 35 años (escribía más con lágrimas que con tinta) dictado a partir del 14 de agosto de 1720 por la propia Virgen María (por esta razón escribía en segunda persona), ya que Jesús la había encomendado a Su Madre. Los tres corazones de Jesús, de María y de Verónica se habían fundido en uno solo. La santa saboreaba dos misteriosos cálices: uno con la sangre de Cristo y el otro con las lágrimas de María. La Virgen era en realidad la verdadera guía y superiora del monasterio. Cuenta sor Verónica: “vi a alguien vestido como de moro que me decía: “si te arranco los ojos, no vas a escribir más.” Un día, su cuaderno apareció con las hojas manchadas. No se podía entender ni una palabra, por lo que fue preciso volver a escribirlo de nuevo. Los demonios aparecían como medio hombres-medio bestias, serpientes, asnos. Le derriban la mesa donde escribía, la hacían caer de la silla, le daban cabezadas, la levantaban por el aire. A la salida de la misa, la amenazaban de muerte, le quitaban su velo de la cabeza, el cual desgarraban o quemaban.
Ella participó corporal y espiritualmente de la Pasión “ Jesús, crucifica en ti a Veronica”. El Señor la llamó a completar en su carne Su divina Pasión, ayudando a los pecadores en su conversión, expiando los pecados ajenos. La había escogido como alma víctima, que gracias a sus actos de reparación, fue colocada como mediadora entre Dios y los hombres. A veces, por la noche, Verónica se movía de rodillas, bajo el peso de una cruz por las calles del huerto o dentro del monasterio, realizando sus procesiones, cubierta con una túnica de penitencia a la que ella misma había cosido por dentro espinas. Además, escribía con su sangre cartas de amor a su divino Esposo que le pidió un ayuno de pan y agua durante varios años. Las almas del purgatorio llamaban a la puerta de su habitación por la noche y ella lograba salvar un alma a cambio de varias horas de sufrimiento. Estaba informada sobre el purgatorio y el infierno porque el Señor permitió que estuviera allí, llevándola su ángel de la guarda. Describe el infierno como una mezcla de fuego y hielo, lleno de silbidos de serpientes, mugidos de toros, aullidos de leones, horrendas maldiciones y espantosos alaridos. Vio entrelazados con cadenas, una multitud de almas y de demonios, los cuales echaban fuego por ojos, boca y nariz y cuyos dientes mordían las almas además de morderse entre sí. En el fondo del abismo, había un trono monstruoso (hecho de demonios) donde Satanás estaba sentado, viendo a todos los condenados, mientras ellos lo veían también a él. Las almas iban cayendo como lluvia en la gehena. La Virgen en una ocasión apareció entre los demonios y les dijo: “ Aquí está mi hija por quien quedaréis todos burlados y vencidos. A despecho vuestro estoy con ella, es mía y basta.”
La primera vez que recibió los estigmas (en abril de 1697, un Viernes santo), un ángel la sostenía, colocado de pie detrás de ella para que no se cayera y la Virgen le estuvo rogando a su Hijo que regalara a la monja Sus propios sufrimientos. Entonces, salieron rayos de luz de las manos, pies y costado de Jesús, los cuales iban a perforar el cuerpo de Veronica. Por humildad, la santa pidió que desaparecieran como signos exteriores y resultó que algunas monjas así como la abadesa consideraron estas marcas como obra del diablo y fruto de orgullo espiritual, denunciándola a la Inquisición. Para más inri, el obispo llegó a tratarla de bruja y la sometió a exorcismos. Se la obligó a llevar un régimen especial de comidas y a intentar curar los estigmas con diversas técnicas médicas, que terminaron fracasando. Además se la incapacitó para ser elegida para ningún cargo de la comunidad. El mismo Santo Oficio la hizo pasar por prolongadas humillaciones: la sometió a estricta incomunicación en la enfermería durante cincuenta días, prohibiéndole recibir visitas, ir al locutorio o escribir cartas.
Jesucristo renovó en ella cientos de veces el dolor del corazón atravesado, se hizo ver 20 veces todo llagado y ensangrentado, le dio varios abrazos, desclavando su brazo de la cruz y acercandola a su costado, pudiendo beber el licor que salía de él, 15 veces lavó su corazón, sacándolo literalmente del pecho de la monja para purificarlo y quitar de él toda suciedad. En 1701, experimentó su propio juicio personal. Dios le concedió un segundo ángel custodio (el mismo que asistió a María en la tierra). En 1716, fue elegida abadesa, reelegida hasta su muerte, tratando a las demás monjas con tal caridad que ni siquiera parecía la superiora. Finalmente, la Virgen, mientras la monja estaba escribiendo su diario, le sugirió estas palabras: “Pon punto”. El 6 de junio de 1727, en el momento de la Comunión, Verónica sufrió un ataque de hemiplejia y a partir de allí, transcurrieron 33 días de una triple agonía: dolores físicos, sufrimientos morales y tentaciones diabólicas.
“¡El Amor se ha dejado hallar!» fueron sus últimas palabras.
En su diario, ella había hecho un dibujo muy misterioso y preciso. Posteriormente, durante el examen necroscópico llevado a cabo a raíz de su muerte, su corazón presentaba impresas en su interior, las diminutas figuraciones que ella había dibujado: la cruz, la lanza, unas tenazas, un martillo, los clavos, los azotes, la columna de la flagelación, las siete espadas de la Virgen y las letras: VFO referentes a las virtudes de fidelidad y obediencia a la voluntad de Dios.
En junio de 1804, Pío VII la declaró Beata y fue canonizada en 1839 por el papa Gregorio XVI.