viernes, noviembre 22, 2024
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El síndrome de la post-orfandad

Muchos de los que nos consideramos civilizados hemos crecido pensando el buen valor de las normas, de aquellos principios que nuestros padres nos enseñaron con tanto amor y dedicación por nuestro bien, para ser buenas personas en un mundo donde impera la justicia, donde el que más se esfuerza más gana y el que menos menor premio recibe. Muchos de nosotros creíamos en una sociedad justa, en la que convivir era posible sin imponernos principios ni amenazarnos, donde construir era el objetivo.

Pero la guerra entre el bien y el mal es una realidad, compañeros. Ya estamos en la fase final, en la que el maléfico, harto de nuestra espiritualidad y fe, opta por sacar las garras pues no le quedan casi fuerzas para continuar en su gran esfuerzo: destrozarlo todo para hacerlo todo a imagen de sí mismo, como buen mitómano narcisista, el vivo modelo de todos sus seguidores humanos, soldados del ejército de las sombras.

No voy a hablar de ellos en esta ocasión. Me centraré en otro aspecto no estudiado ni analizado: el síndrome de quién no desea estar en esta sociedad. A los que nos consideramos civilizados la idea de la adaptación se considera necesaria por el mero hecho de que amamos compartir, pero todo se complica y mucho cuando no sabemos cómo hacerlo, cuando las normas no sólo son absurdas e injustas, sino que van contra el sentido común más esencial, cuando la sociedad no nos da claves para entender qué ocurre a nuestro alrededor y hemos aprendido el viejo modelo, ése del que se aprovechan los malnacidos.

Aparecen entonces una serie de síntomas, muchos ellos emotivos y desagradables. Para empezar, dado que ninguna de nuestras acciones y gestos tiene resultado, más bien provoca un sonoro fracaso por quienes piensan que son erróneamente de una mayoría, crea una especie de indefensión aprendida; es mejor quedarse quieto y no hacer nada, alejarse del mundo y vivir en el yo más íntimo e indefenso dentro de nosotros mismos, alejados de todo y de todos. Pero, como es imposible y el sistema inquisitorial y con tintes fascistas nos impone sus prácticas e ideologías que parecen sacadas de un manicomio, entramos en crisis. O bien dejamos nuestros principios en la cuneta y nos pasamos al bando contrario (algo harto complicado porque llevamos los valores morales en la sangre) o nos declaramos contra el mundo, en cuyo caso hay otras dos opciones: o luchamos con uñas y dientes, sin importar las consecuencias ni nuestra vida, o vivimos en un sueño, alojados en nuestros placeres mundanos, compartiendo en el pequeño círculo de nuestra experiencia.

Muchas de las personas de este cuadro caen en la depresión, en la falta de sentido de la vida. ¿Para qué me voy a esforzar, para qué me voy a levantar por la mañana si ya sé lo que va a pasar, si todo esto es absurdo y nada tiene sentido? Otros caen en la rabia y en la trampa del enfrentamiento con aquéllos que optan por ponerlos nerviosos, con tal de argumentar que nosotros somos los violentos de lo que disfrutan muchísimo. Realizan acciones sin importar las consecuencias, se vuelven agresivos y viven como orugas escondidas en su tesoro más guardado: un viejo diamante sin pulir que nadie encuentra, quizá su alma, su verdad, su conciencia y el sentido de su vida más allá del sentido que puede tener su existencia. Ven con dolor como se destruye todo lo creado.

No es un sufrimiento por un trauma infantil, por una violencia incontrolada ni por falta de amor. No, es el terrible sentimiento de que quieren robarnos la vida y su sentido, es como despertar siendo espectador del infierno más cruento delante de ti, de como la gente quiere morir sin que se dé cuenta, de cómo se prefiere vivir en el conflicto, caer preso de la mente del esclavo que vive no ya en una rutina, sino en la misma nada, pues de repente, sin que nadie se lo haya explicado, todo lo que creía y pensaba ha desaparecido para siempre, como un ser querido. Es un proceso de duelo sin muerto, es una pérdida incomprensible a pesar de que aparentemente no se observe, una condena de la que muchos desean escapar matándose a sí mismos.

Con una tasa de suicidios de más de 4000 personas por año, el 75% hombres, es una de las causas de muerte más frecuentes y menos estudiadas, asociadas a procesos de depresión y miedo tan largos como insoportables porque, dado que la sociedad no responde a nuestros deseos, es normal sentirse como un huérfano. No hay guías, no hay principios para adaptarse a ese nuevo y endiablado entorno, sufriéndose la privación del alimento espiritual.

Es la estrategia de tierra quemada, al viejo estilo de los hunos que allí dónde iban no dejaban crecer la hierba, de las viejas batallas donde se mataban a todos porque eran enemigos: cuando el mal actúa lo hace de manera indiscriminada pues carece de inteligencia y lanza sus dardos sin control al ser gobernado por el sentimiento del odio hacia todo lo que desconoce y le hace frente, sin importar el número de víctimas. No soportan la vida, ni nada que se relacione con ella: ni el amor, ni la bondad, ni la paciencia, ni la comprensión, ni la empatía, ni el sacrificio por un ideal sagrado. Actuando con muchísima furia en esas situaciones, sobre todo cuando no sabe cómo matarnos, se agitan como los lobos en el medio de la pradera llena de ovejas, muertos de hambre, todos somos enemigos, no importa raza, ni sexo, ni edad, ni origen. Sólo basta con ser humanos y buenas personas.

Desde el año 2020 este cuadro se ha disparado dejando en la letanía de la ciencia antigua los viejos traumas del psicoanálisis y de los terapeutas, muchos de ellos vacunados y, por qué no decirlo, neuro-modulados. No interesa sacar a luz ese gran sufrimiento porque sería como dejar a las claras la naturaleza demoníaca de estos seres que nos tratan de vender que la libertad es lo que nunca han dado, que hemos vivido como esclavos, cuando los que viven con el satanismo en su día a día, con cada una de sus decisiones, van eliminándose su derecho a la vida y acelerando el ineludible derecho y obligación hacia la muerte, donde el verdadero sentido de la existencia se muestra, porque no hay peor infierno que tener que sufrirlo toda la eternidad.

Tenemos la obligación moral de reforzar nuestro espíritu, de alimentarlo, de mantener su llama a una temperatura que los malvados tengan mucho miedo de acercarse y descubrir ese otro secreto que siempre nos ocultaron y que reside en nuestra alma. Nos enseñaron a ser fieles servidores, ahora nos toca ser tenaces luchadores invencibles.

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1 COMENTARIO

  1. Pues si en estos días es casi un deber subir el ánimo como se pueda,a pesar de las circunstancias.

    Ya no es por que sepamos que algunos familiares pueden fallecer en cualquier momento por haberse vacunado,y no habernos hecho ni caso.

    Ni por no poder dormir,fallos de memoria o dolores de cabeza de tanta radiación.

    Ni por las noticias manipuladas o la locura de los políticos y sus trampas y trapicheos.

    O por los eventos de cisne negro…desde 2020,y que antes eran desconocidos.

    Es por qué no nos queda más remedio,que seguir adelante,pase lo que pase.

    En cualquier caso,gracias por haber estado ahí desde el primer día que nos confinaron ilegalmente,en estos años creemos que hemos crecido como personas,y hemos aprendido un montón de cosas.

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