El titubeante príncipe danés, el loco más cuerdo (al estilo de nuestro hidalgo caballero Alonso Quijano), o el cuerdo más loco, se dirigía a su mejor amigo de la siguiente manera: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que han sido soñadas en tu filosofía”, momento de Hamlet en la quinta escena del primer acto de esa obra, y que siempre surge o resurge súbitamente cuando sale a la luz un nueva epifanía de cualquier índole. Política, científica, moral. Horacio es el amigo más cercano de Hamlet. A diferencia de Rosencrantz y Guildenstern (o Ricardo y Guillermo, también viejos amigos de Hamlet), la fidelidad de Horacio y su sentido común se encuentran solidificados hasta unos extremos difícilmente concebibles. En esta magna obra de Shakespeare, Horacio se convierte en el único confidente de Hamlet. Al final de la obra, su lealtad se aprecia claramente cuando se ofrece a suicidarse (nunca nos podrá parecer una idea razonablemente buena) cuando Hamlet se halle moribundo. Tal realidad nos trasciende, nos arrebata, nos abofetea. Ese es el sentido de las palabras de Hamlet a su amado compañero de fatigas. Una realidad que ni remotamente intuimos. Para poder ver esas cosas hace falta alguien que sueñe, alguien que nos dé nuevos ojos para ver el mundo (de ahí la importancia que da Heidegger a la poesía, poetizar la filosofía). Nietzsche llamaba a esas personas legisladores. Descienden del monte cual Moisés con sus Tablas y cambia las leyes de nuestra experiencia. Y de nuestra percepción. Con rutilantes clarividencias se columbra un mundo nuevo y nace así una cosmovisión, lo que los alemanes suelen denominar un Weltanschauung. Si no fuera por los raptos poéticos/filosóficos de Platón y Aristóteles, de Spinoza y Leibniz, de Kant y Wittgenstein, entre muchos más, el mundo que habitamos hoy en día sería escasamente concebible (ni siquiera pensable en muchos de sus términos) y en definitiva mucho más indigente en todos los órdenes.
Heidegger, deconstruyendo la realidad
Heidegger, otro visionario soñador. Antes de huir definitivamente de la Metafísica, busquemos su fundamento. Esta exploración, Heidegger lo tiene luminosamente claro, tiene que ser forzosamente histórica, genealógica, de ribetes arqueológicos, ya que desde el principio el filósofo alemán ha emparentado de manera esencial el Ser al Tiempo. Y el Tiempo al Ser. Y no queda otra, agrega, más que nada porque nuestra certeza de mortalidad nos diferencia “mortalmente” del resto de especies animales. Los hombres mueren, el resto del reino animal tan solo cesa en su fluir. Lo que constituye a los seres humanos es esa agónica tirantez entre las tres dimensiones temporales. Esa angustiosa nerviosidad entre pasado, presente y futuro. Nos define la temporalidad. Puede con nosotros. Nos trasciende. Pero, precisamente por ello, esa dama tan bizarra, la muerte, nos ofrece una posibilidad de compresión del ser. El desnudo Dasein, el ser ahí. Todo ello apela a nuestra vulnerabilidad, pero también al hecho de la autenticidad. El hombre, ese ser que se interroga por el ser, puede (y debe) vivir una vida más genuina, más auténtica, más veraz. Sin engaños ni autoengaños. Sin escapismos ni banales entretenimientos hasta que llegue el instante postrero. Una vida, en definitiva, poética, desertando de todo tipo de mediocridades y rutinas apalancadas. Bios contra Zoes. Ser contra Ente. Una metafísica después de la metafísica cuyo corolario más palmario sería una vida digna de haber sido vivida.
La pregunta por el Ser es esencialmente un pensamiento histórico, el análisis de toda la historiografía filosófica es la premisa fundamental para poder plantear dicha pregunta por el Ser de los entes. La ontología primordial se bosqueja como analítica existencial del Dasein, a partir de la cual será dable trazar la elaboración de otras ontologías. El Dasein no se hermana con el hombre concreto, sino que es más bien el perímetro en que se produce la inauguración del hombre hacia el Ser. Su incansable y acongojada pesquisa (casi siempre sin respuesta). El existencialismo francés de linaje sartreano, sin ignorar a Merleau-Ponty, examinará ulteriormente el concepto de Dasein entendida como el sujeto humano, en su sentido más primariamente ético y existencial.
Deconstruir la historia de la metafísica occidental, he ahí una de las claves para comenzar a valorar el Dasein. El recorrido de veinticuatros siglos ha sido largo y proteico a la hora de definir el Ser (Platón como idea, Aristóteles como energía, Kant como positio, Hegel como concepto absoluto, Nietzsche como voluntad de poder…). Incluso el asunto de la asombrosa metafísica tomista/aristotélica: Heidegger interpreta al acto como un principio causal, lo que guía toda su interpretación del esse tomista, equivocándose clamorosamente. La cuestión es más sencilla de lo que parece: Heidegger no aprecia justamente la herencia de la filosofía cristiana en su pensamiento y no fue consciente de la singularidad y la contribución que supone la metafísica tomista del ser, según se puede leer en su correspondencia con Welte.
Heidegger, el último metafísico y la lalen.gua lacaniana
Respuestas a la pregunta del ser que se interroga sobre el ser. Pero siempre, en toda la filosofía occidental, el ser es presencia. Jamás ausencia. Y ahí se encuentra la gran veta abierta por Heidegger. El ser es tanto presencia como ausencia. El ser es presencia y proyección, todo tan orteguiano apertura de nuevos horizontes, posibilidades abiertas (no infinitas: siempre nos doleremos por las opciones que no escogimos, por lo mal que salieron las que sí seleccionamos, con su cohorte de equivocaciones y arrepentimientos, su sufrimiento y culpa…). Es precisamente este sometimiento del sentido del Ser a la presencia del ente presente lo que produce ya desde el arranque de la Metafísica el olvido del Ser como oposición entre el Ser y el Ente. La discrepancia entre el Ser y el Ente, en cuanto desacuerdo de lo que sobreviene y su indefinida llegada, es el diferir que vela y exterioriza ambos. Aparece claramente el Ser como divergencia, como radical distinción.
Se mancomuna a Heidegger, como en Nietzsche y Jünger, con la victoria y culminación del nihilismo, lo cual supone abandonar el lenguaje de la Metafísica para poder pensar la cuestión de la morada del Ser, el venturoso Ethos, adquiriendo el/la lenguaje/lengua (incluso la lalengua lacaniana) una categoría insoslayable. La otra opción caracolera sería una metafísica que deviene artefacto estético. Pero Heidegger no lo ve claro. Una nueva hermenéutica será necesaria partiendo del dato del existir, del transcurrir humano, una luminiscente (a la vez que evanescente) poética capaz de “problematizar” los aconteceres diarios de nuestra era, lugar ciertamente inhabitable, donde el nihilismo(con la variante actualísima del nihilismo lúdico) cristaliza perfectamente cumplido, intentando despuntar una nueva Metafísica que no sitúe la diferencia como aquello primigenio, como lo antepuesto, anterior incluso a la distinción ontológica que produce un hiato entre el Ser y el Ente.
En Heidegger se vislumbran, sobre todo, nuevas posibilidades. Un pensar que vaya más allá de lo metafísico. Es, seguramente, el último metafísico dejando el terreno suficientemente sembrado para Vattimo, Derrida, Guattari o Deleuze, entre otros, pensadores que plantean ya una oposición primordial previa al Ser mismo y capaz de desorientarlo perennemente en una travesura sin fin, en un inacabable juego, juego de espejos primordialmente, sin fin de incompatibilidades entendidas (el eterno retorno de lo diferente) como esbozos, feraces y feroces, en un perpetuo prorrogar. Prorrogar humano y, tal vez, divino.
En fin.
I love it.