La expansión marítima del Imperio Otomano representó una amenaza sin precedentes para la Cristiandad en el siglo XVI, cuando sus fuerzas intentaron apoderarse de enclaves estratégicos como Malta, cuya salvación se debió a la heroica y providencial intervención de las fuerzas enviadas por Felipe II, rey de España y ferviente defensor de la fe católica.
Asimismo, el Imperio Otomano apoyó el levantamiento de las Alpujarras, financiado desde la regencia de Argel, y perpetró atrocidades en la toma de Famagusta durante el asalto a Chipre, lo que disipó cualquier duda en Venecia para unirse a la causa cristiana en la formación de la Santa Liga.
Este momento histórico no fue solo una lucha por el control territorial, sino una defensa de los valores cristianos frente a una amenaza que buscaba imponer su dominio sobre Europa y sus principios de fe. Entre las potencias cristianas, la Santa Liga se forjó bajo la inspiración divina y el liderazgo espiritual del Papa Pío V, un santo varón cuya visión y determinación unieron a España, Venecia, Génova y Malta en una alianza sagrada. Francia, lamentablemente, optó por aliarse con el turco, y la Inglaterra protestante permaneció al margen, pero la fe inquebrantable de Pío V y Felipe II, junto con el compromiso de Venecia, permitió que la Cristiandad se alzara unida contra la amenaza otomana.
Esta unión, bendecida por la oración y el fervor cristiano, demostró que la fuerza de la fe podía superar las divisiones políticas y territoriales.
El mando de la armada cristiana fue encomendado a Don Juan de Austria, un hombre descrito en las Sagradas Escrituras como “enviado por Dios”. Su experiencia como vencedor en las Alpujarras y su destreza como general marítimo en el Mediterráneo lo convirtieron en el líder ideal para esta cruzada naval. Los gastos del armamento, financiados en su mayoría por España (la mitad), un tercio por Venecia y un sexto por los Estados Pontificios, reflejaron el compromiso económico y espiritual de estas potencias cristianas para defender la fe y la libertad de Europa.
Don Juan concentró su armada en Mesina, y el 17 de septiembre de 1571, con las oraciones de la Cristiandad acompañándolos, zarpó hacia el Adriático. La escuadra otomana, por su parte, se encontraba en Lepanto, en el golfo de Patras, protegida por fuertes estratégicos.
Ambos bandos buscaron sorprender al enemigo, pero fue la resolución de los cristianos, guiados por la fe y la confianza en la Providencia, lo que marcó la diferencia. El 7 de octubre de 1571, las armadas se encontraron en una batalla que decidiría el destino de la Cristiandad. La formación de la Santa Liga fue un testimonio de organización y valentía cristiana. Bajo el mando de Juan de Cardona en la vanguardia, Juan Andrea Doria en el ala derecha, Don Juan de Austria en el centro, Agostino Barbarigo en el ala izquierda, y Álvaro de Bazán en la reserva, la armada cristiana desplegó un total de 204 galeras, 6 galeazas y 26 naves, apoyadas por 76 buques menores. Frente a ellos, la escuadra otomana, dispuesta en forma de media luna, estaba liderada por figuras como Alí Pachá y Uluch Alí, con 210 galeras, 42 galeotas y 21 fustas.
Sin embargo, lo que diferenciaba a los cristianos no era solo su estrategia militar, sino su unidad espiritual, fortalecida por la oración del Santo Rosario, promovida por Pío V como arma espiritual contra el enemigo.
La batalla fue feroz, especialmente en el centro y el ala izquierda de la Santa Liga, donde los cristianos enfrentaron a sus contrapartes otomanas con una determinación alimentada por su fe.
Las galeazas venecianas, fuertemente artilladas, causaron estragos entre los turcos, mientras que los arcabuceros españoles e italianos, con su precisión y valentía, superaron a los ballesteros otomanos. En un momento crítico, Uluch Alí intentó aprovechar una brecha entre el ala derecha de Juan Andrea Doria y el centro de Don Juan, atacando las galeras de Malta. Sin embargo, la intervención magistral de Álvaro de Bazán, quien utilizó la reserva con gran destreza, y la audacia de Don Juan de Austria, quien no dudó en perseguir al enemigo, aseguraron la victoria cristiana. Uluch Alí huyó con apenas 30 galeras, mientras que el resto de la flota otomana fue destruida o capturada.
Las pérdidas otomanas fueron devastadoras: 25.000 muertos, 5.000 prisioneros y la liberación de 12.000 cristianos que habían sido esclavizados como forzados en las galeras turcas. La Santa Liga, aunque sufrió la pérdida de 15 galeras y 8.000 hombres (2.000 españoles, 800 papales y 5.200 venecianos), emergió victoriosa.
Esta victoria no solo fue militar, sino también un triunfo de la fe cristiana, que demostró su capacidad para unir a los pueblos en defensa de sus valores más sagrados.
Don Juan de Austria regresó a Mesina en un acto de humilde triunfo, con las galeras turcas capturadas remolcadas y sus pendones arrastrando por el mar, simbolizando la derrota del enemigo y la gloria de la Cruz.
El Papa Pío V, en un acto de gratitud a la Virgen María, instauró la fiesta del Santo Rosario, añadiendo la invocación “Auxilium Christianorum” (Auxilio de los Cristianos) a las letanías marianas. Su visión milagrosa de la victoria en Lepanto, certificada por testigos en la Santa Sede, fue un signo de la intervención divina que guió a la Santa Liga. Por esta y otras razones, Pío V fue elevado a los altares, siendo reconocido como santo y protector de la Cristiandad.
Entre los héroes de Lepanto destacó Miguel de Cervantes, cabo de Infantería de Marina, quien, a pesar de perder el uso de su mano izquierda, inmortalizó la batalla con su pluma, describiéndola como “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”.
Su testimonio refleja el significado trascendental de Lepanto, no solo como una victoria militar, sino como un momento de gloria para la Cristiandad, en el que la fe, la valentía y la unidad prevalecieron frente a la adversidad. La batalla de Lepanto permanece como un faro de esperanza y un recordatorio del poder de la oración y la unidad cristiana.
Fue un momento en que la Cristiandad, guiada por la mano de Dios y la intercesión de la Virgen María, defendió su legado espiritual y cultural, asegurando que la luz de la fe continuara brillando en Europa y más allá.