martes, octubre 7, 2025
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Una injusticia que trasciende fronteras: El cardenal Zen, emblema de la resistencia católica ante el comunismo chino

«Tenemos que defender la verdad a toda costa, aunque volvamos a ser solamente doce«.

 San Juan Pablo II 

Como preámbulo voy a recordar que el Partido Popular sigue teniendo un acuerdo de colaboración con el Partido Comunista Chino desde 2013:

 https://www.pp.es/actualidad/articulos/cospedal-firma-inicio-dialogo-oficial-entre-pp-partido-comunista-chino_7776-html/

No me digan cómo, pero sigue habiendo gente (muchos se dicen  católicos) que aun así, votan al partido Popular.

Sánchez y Zapatero introducen a Huawei en los secretos de Estado en España, contratando sus servicios para que manipules y utilicen toda la información del Estado, a cambio de pagar 24 millones de euros al año. Todo ello en contra de la UE y de la OTAN.

Y mientras esto sucede, y España controlada por la dictadura china, en las salas sombrías de un tribunal de West Kowloon en Hong Kong, el eco de una persecución ideológica resuena con fuerza, recordando al mundo que la libertad religiosa en Asia no es un derecho garantizado, sino un frágil bastión bajo asedio. La Conferencia Episcopal Española guarda silencio. Parece que sólo le interesa que los musulmanes puedan degollar carneros  en un gimnasio de propiedad municipal. Para eso si que hacen notas de prensa.

Este lunes, el juicio contra el cardenal Joseph Zen, el nonagenario obispo emérito de Hong Kong, se reanudó en una audiencia que, aunque técnica en su forma, destila el veneno de una maquinaria judicial diseñada para aplastar disidencias. 

A sus 93 años, Zen –arrestado en mayo de 2022 por su rol en el Fondo Humanitario 612, una iniciativa nacida en 2019 para asistir a manifestantes prodemocráticos heridos o encarcelados– enfrenta ahora no los grilletes de la Ley de Seguridad Nacional, sino un cargo menor por «incumplimiento administrativo»: el presunto fallo en el registro adecuado del fondo, disuelto en 2021. 

La fiscalía china del partido comunista, en un giro que muchos ven como táctico, retiró las acusaciones más graves, pero mantiene la imputación que podría derivar en una multa de hasta 10.000 dólares hongkoneses (unos 1.280 dólares estadounidenses). Sin embargo, la verdadera condena no radica en la sanción económica –ridícula para un purpurado de su talla–, sino en el mensaje escalofriante que Pekín envía: cualquier acto de solidaridad humana, si incomoda al régimen, puede ser torcido en delito.

La vista del 26 de septiembre, pospuesta hasta esta semana por motivos logísticos, dejó el caso en suspenso a la espera de una resolución inminente. Fuentes judiciales consultadas por este medio indican que los abogados de Zen argumentaron vehementemente la improcedencia de los cargos, invocando el derecho básico a la asociación bajo la Ley Básica de Hong Kong –ese documento que, en teoría, preservaba las libertades civiles bajo el principio de «un país, dos sistemas» hasta que el vendaval de la seguridad nacional lo erosionó–. 

Pero en un territorio donde las protestas de 2019 fueron ahogadas en gas lacrimógeno y detenciones masivas, este proceso no es un mero trámite burocrático. Es una injusticia flagrante, un ejemplo paradigmático de cómo el Partido Comunista Chino (PCC) utiliza el aparato legal para intimidar a los guardianes de la conciencia moral, transformando la caridad en crimen y la fe en amenaza.

El telón de fondo: De las calles ardientes a los bancos de los acusados

Para entender la magnitud de esta afrenta, hay que retroceder a las calles de Hong Kong en 2019, cuando cientos de miles de ciudadanos –muchos de ellos jóvenes estudiantes y profesionales– tomaron las plazas contra un proyecto de ley de extradición que amenazaba con entregar disidentes a los tribunales continentales. 

En medio del caos, con balas de goma y arrestos selectivos, surgió el Fondo 612: un mecanismo de ayuda humanitaria impulsado por figuras como Zen, la activista Cyd Ho y la abogada Margaret Ng, para cubrir fianzas, tratamientos médicos y defensas legales de los perseguidos. «Ayudar a los heridos no es conspiración; es el imperativo evangélico de la misericordia», declaraba Zen en aquellos días, con su voz temblorosa pero inquebrantable, recordando las palabras de Mateo 25: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber».

El arresto del cardenal en 2022, bajo sospecha de «colusión con fuerzas extranjeras», fue un golpe calculado. Aunque las cargos más severos –que podrían haberlo enviado a prisión por años– fueron desechados, el daño simbólico persiste. Documentos judiciales revelan que el fondo operó con transparencia, recaudando unos 30 millones de dólares hongkoneses en donaciones, pero el régimen lo tacha de «sociedad no registrada», ignorando que su disolución voluntaria en 2021 ya había cerrado el capítulo. 

Expertos en derechos humanos, como los de Amnistía Internacional, denuncian esta maniobra como «lawfare»: la weaponización del derecho para silenciar opositores, un patrón que se repite en casos como el del magnate Jimmy Lai, editor católico de Apple Daily, aún a la espera de juicio por sedición. 

La Iglesia de la calle clama: «No está solo»

Esta injusticia no pasa desapercibida en los círculos eclesiales. La reanudación del juicio ha desatado una ola de solidaridad que trasciende océanos y jerarquías, un recordatorio de que la persecución de Zen es un ataque al cuerpo entero de la Iglesia. 

El cardenal Fernando Filoni, prefecto emérito de Propaganda Fide, lo describió como «un hijo devoto de la Iglesia» y urgió: «No puede ser condenado por ejercer la caridad». Desde Myanmar, el cardenal Charles Bo, presidente de la Federación de Conferencias Episcopales de Asia (FABC), fustigó la absurdidad de criminalizar la defensa legal, afirmando que «en cualquier sistema justo, costear una defensa es un derecho inalienable, no un delito».

En Estados Unidos, la respuesta ha sido un torrente de oraciones y críticas. El obispo Thomas Tobin de Providence invocó plegarias por Zen y la Iglesia china, «atacada y restringida con regularidad por el gobierno». 

El Cardenal Joseph Strickland, conocido por su franqueza, elogió la «lucha valiente» del purpurado contra el comunismo. El arzobispo Salvatore Cordileone de San Francisco, en una misiva conmovida, encomendó al anciano cardenal a la Virgen María bajo su advocación de «Nuestra Señora Desatanudos», suplicando justicia y consuelo divino. Desde Kazajistán, el obispo Athanasius 

Schneider lo nombró «hijo leal de la Iglesia» y pidió la intercesión de María Auxiliadora en esta «hora difícil».Pero ninguna voz ha sido tan acerba como la del cardenal Gerhard Müller, ex prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. 

En una entrevista con Il Messaggero, el Cardenal Müller lamentó el abandono de Zen por parte de muchos cardenales: «Fue arrestado con un pretexto, no hizo nada. Es una figura influyente, valiente y temida por el gobierno. Tiene más de 90 años y lo hemos dejado solo». Sus palabras, pronunciadas tras una asamblea de 200 purpurados en el Vaticano, subrayan una fractura interna: mientras el Vaticano renueva su controvertido acuerdo con Pekín sobre nombramientos episcopales –anunciado apenas días antes de la reanudación del juicio–, la base de la Iglesia global ve en Zen no un rebelde, sino un mártir en potencia. 

Esta solidaridad no es solo retórica. En redes sociales y foros católicos, como catholicnewsagency.com,  hashtags como #FreeCardinalZen y #ReligiousFreedomChina han multiplicado las voces, con publicaciones recientes criticando al cardenal Stephen Chow de Hong Kong por su «blanqueo» de las persecuciones religiosas, ignorando tanto el caso Zen como las restricciones a la Iglesia bajo las leyes de seguridad. 

Organizaciones como Human Rights Watch y la Conferencia de Obispos Católicos de EE.UU. han emitido comunicados exigiendo la absolución inmediata, alertando que este juicio erosiona no solo Hong Kong, sino la autonomía eclesial en todo el continente.

Más allá de la multa: El precio de la sumisión

Aunque la sentencia –esperada en las próximas semanas– se limite a una multa, el verdadero costo es intangible: el miedo que siembra en las comunidades católicas chinas, estimadas en 12 millones de fieles, divididas entre la Iglesia «oficial» controlada por el PCC y la «subterránea» leal a Roma. Zen, con su blog y homilías incendiarias, ha sido un faro para estos creyentes, denunciando la «sinización» de la fe –esa directiva de Xi Jinping que exige alinear dogmas con el marxismo– y la demolición de cruces en templos continentales. 

Su proceso expone la estrategia del régimen: no siempre se busca la cárcel, sino la autocensura. «Callar evita problemas inmediatos, pero a costa de la sumisión al poder político», advierte el teólogo Javier Torres, experto en Asia Oriental.

En un Hong Kong que ya no es el refugio de libertades prometido en 1997, esta injusticia clama por una respuesta global. Mientras Zen, con su bastón y su fe inquebrantable, regresa a casa tras cada audiencia, el mundo católico –y la comunidad internacional– debe elevar la voz. Porque condenar a un pastor por ayudar a los oprimidos no es solo un ultraje jurídico; es un asalto a la dignidad humana, un recordatorio de que la verdadera seguridad no se impone con leyes, sino que se defiende con coraje. 

El veredicto final pende de un hilo, pero el legado de Zen ya es eterno: un testimonio de que, aun en la vejez, la verdad no se doblega ante el tirano comunista.

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