En un mundo en el que la humanidad se enfrenta a desafíos complejos como la desigualdad y las crisis económicas, un titular reciente de The Economist ha encendido una polémica que roza lo intolerable. El 11 de septiembre de 2025, la prestigiosa revista publicó un artículo bajo el título «No te preocupes por el colapso global de la fertilidad. Un mundo con menos personas no sería del todo malo», acompañado de una imagen inquietante: un vasto estacionamiento vacío con solo un auto y un par de figuras humanas diminutas, simbolizando un planeta despoblado. Este mensaje, presentado con una frialdad calculada, no solo minimiza la gravedad de la caída demográfica global, sino que cruza una línea ética al sugerir descaradamente que «sobran personas» en el mundo, insinuando que la solución podría pasar por reducir la población. Y lo peor: lo hacen de manera rastrera, envuelta en un tono casi celebratorio que resulta profundamente perturbador.
Don’t panic about the global fertility crash. A world with fewer people would not be all bad https://t.co/AHUHIxi1RR pic.twitter.com/7kVeGwoI6e
— The Economist (@TheEconomist) September 11, 2025
No se puede negar que las tasas de fertilidad están cayendo a un ritmo alarmante. Según un estudio de The Lancet de 2025, el 97% de los países podrían estar por debajo del nivel de reemplazo (2.1 nacimientos por mujer) para el año 2100. Esto se debe, en parte, a presiones económicas: el costo de vida, la falta de apoyo a las familias y la postergación de la maternidad, como lo señala el informe de 2025 del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), que revela que cientos de millones de personas no pueden tener el número de hijos que desean debido a limitaciones financieras. Este es un problema real que merece atención seria, no una solución que suena a eugenesia disfrazada.
Históricamente, advertencias sobre el crecimiento poblacional han generado polémica. En 1968, Paul Ehrlich publicó The Population Bomb, prediciendo hambrunas masivas si no se controlaba la población, lo que desató debates sobre políticas coercitivas. Sin embargo, The Economist da un giro diferente al sugerir que un mundo con menos personas podría ser beneficioso, ignorando las consecuencias devastadoras de una población envejecida y una fuerza laboral menguante. Japón, por ejemplo, perdió 276,000 habitantes en 2019, y su economía ya lucha con el envejecimiento, un precedente que debería hacer sonar alarmas, no ser motivo de celebración.
Lo más abominable de este mensaje no es solo su contenido, sino la forma en que se presenta. Decir que «un mundo con menos personas no sería del todo malo» es una declaración que roza la deshumanización. ¿Qué significa esto? ¿Que hay que «eliminar» a una parte de la humanidad para aliviar los problemas del planeta? La imagen del estacionamiento vacío, con sus líneas blancas desoladas y su atmósfera casi postapocalíptica, refuerza esta idea de un mundo «mejor» sin gente, un mensaje que recuerda políticas como la antigua política de un solo hijo en China. Esa medida, aunque efectiva para reducir nacimientos (se estima que evitó 400 millones de nacimientos), dejó un legado de desequilibrios de género, envejecimiento extremo y sufrimiento social que nadie debería querer replicar.
El tono rastrero de The Economist radica en su intento de normalizar esta idea sin enfrentar las implicaciones éticas. Sugerir que la humanidad es un exceso que el planeta puede permitirse perder evoca ecos de movimientos eugenésicos del pasado, donde se justificaba la «limpieza» de poblaciones por razones económicas o ideológicas.
El artículo pasa por alto las consecuencias económicas y sociales de una población decreciente. Con el envejecimiento global, las economías enfrentan escasez de mano de obra, como lo demuestra el aumento del 20% en los flujos migratorios hacia Europa en 2024 para compensar esta brecha. Además, los sistemas de pensiones y salud colapsan bajo el peso de una población dependiente, un problema que países como Italia y Alemania ya enfrentan. En lugar de proponer soluciones constructivas —como incentivos familiares, políticas de conciliación laboral o apoyo a la natalidad—, The Economist opta por un discurso que suena a rendición ante el problema.
En Corea del Sur, donde la tasa de fertilidad cayó a un récord de 0.78 en 2022, los intentos de incentivar nacimientos han fracasado, mientras que medidas pasadas de control poblacional en otros países han generado más problemas que soluciones. El mensaje de The Economist ignora estas lecciones y, en cambio, abraza una narrativa que podría alentar políticas peligrosas, desde restricciones reproductivas hasta una aceptación pasiva de la extinción demográfica.
Decir que «sobra gente» no es un análisis objetivo; es una provocación que degrada la dignidad humana. Reducir la vida a un cálculo de recursos disponibles es una afrenta a nuestra existencia colectiva. La humanidad ha superado crisis antes —la Revolución Industrial, las pandemias— gracias a la innovación y la resiliencia, no a la eliminación de sus miembros. Que una publicación tan influyente lo plantee con tanta desfachatez es un recordatorio de la necesidad de cuestionar narrativas que, bajo el disfraz de progreso, esconden intenciones cuestionables. Es hora de rechazar este discurso rastrero y exigir soluciones que valoren la vida, no que la desechen.