En un mundo cada vez más iluminado por dispositivos electrónicos y luces ambientales, un estudio reciente resalta que incluso la exposición a una luz tenue durante la noche puede tener consecuencias profundas para la salud humana. Lo que antes se consideraba un inconveniente menor, como el resplandor de un cargador o una lámpara de pasillo, ahora se reconoce como un factor de riesgo significativo que interfiere con nuestros ritmos biológicos naturales. Investigaciones científicas han demostrado que esta interrupción constante no solo afecta el sueño, sino que también contribuye a problemas graves como cáncer, diabetes y enfermedades cardíacas.
Nuestro cuerpo está diseñado para responder a los ciclos naturales de luz y oscuridad. Al atardecer, la glándula pineal comienza a secretar melatonina, una hormona esencial que indica a las células que inicien procesos de reparación: desde la eliminación de toxinas en el cerebro hasta la estabilización de los niveles de azúcar en sangre y la inhibición del crecimiento de tumores. Sin embargo, la luz artificial, por muy débil que sea —incluso insuficiente para leer—, engaña al cerebro y retrasa esta liberación hormonal.
A diferencia de lo que se pensaba, este efecto no siempre implica una supresión total de la melatonina. Estudios muestran que la luz tenue fragmenta la estructura del sueño sin eliminar por completo la hormona, lo que eleva la frecuencia cardíaca y genera resistencia a la insulina, un precursor clave de la diabetes tipo 2. Esta disrupción crónica altera el equilibrio metabólico, aumentando los niveles de cortisol —la hormona del estrés— y la presión arterial, lo que a su vez fomenta la obesidad y otras complicaciones cardiovasculares.
La exposición prolongada a luces artificiales durante la noche se asocia con un mayor riesgo de cánceres como el de mama y el de páncreas. El mecanismo principal radica en la interrupción del ciclo circadiano, que no solo reduce la melatonina —conocida por sus propiedades antioxidantes y antitumorales—, sino que también promueve inflamación crónica y desregulación celular.
Expertos en cronobiología enfatizan que esta amenaza no se limita a entornos laborales; el uso común de pantallas o luces en el hogar amplifica el problema. Por ejemplo, dormir con una luz encendida o revisar el teléfono en penumbra puede equivaler a un «engaño» constante para el sistema endocrino, fomentando mutaciones genéticas a largo plazo.
Más allá de las afecciones físicas, la luz nocturna débil también afecta el bienestar emocional. Una investigación de 2024 realizada con 13.000 estudiantes universitarios en China reveló que el hábito de usar dispositivos en condiciones de baja iluminación o dormir con luces prendidas se correlaciona con tasas más elevadas de depresión y ansiedad. Esta fragmentación del sueño no solo deja a las personas con fatiga diurna, sino que reconfigura patrones neuronales, incrementando la vulnerabilidad a trastornos del estado de ánimo.
El estudio subraya cómo la contaminación lumínica moderna —un fenómeno urbano en expansión— exacerba estos efectos, especialmente en poblaciones jóvenes que pasan horas frente a pantallas. Los investigadores concluyen que, aunque la melatonina no se suprima por completo, la calidad del descanso se deteriora, lo que a su vez influye en la regulación emocional y cognitiva.
Frente a estos hallazgos, los especialistas recomiendan adoptar hábitos que minimicen la exposición a la luz artificial después del atardecer. Esto incluye el uso de cortinas opacas, desactivar notificaciones de dispositivos y optar por modos de luz roja o ámbar en pantallas, que interfieren menos con la melatonina. Además, se aconseja establecer rutinas de oscuridad total en el dormitorio para restaurar el ciclo natural y potenciar los procesos reparadores del cuerpo.