martes, octubre 1, 2024
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La minusvalía social

I

Desgranados los aspectos principales del Síndrome del desempleado, un elemento global y llamativo del mismo es sin duda la minusvalía social. Se suele hablar de muchas formas de incapacidad: las más frecuentes están asociadas a las perceptivas, cognitivas y motoras: ciegos, mudos, sordomudos, deficientes mentales, autistas, hemipléjicos, parapléjicos, enfermos de Alzheimer y un largo etcétera de sujetos son considerados discapacitados y reconocidos socialmente, aunque a la hora de la verdad no tengan las ayudas sociales para que en su vida diaria se les facilite el acceso a lo necesario de la misma forma que se ofrecen las personas que se llaman “normales”. Partiendo del apego a lo tangible, a lo concreto y definido, incluso las limitaciones se reconocen en este sentido. La dimensión física es de tal importancia para los seres masificados que sus claves se convierten en principios de interpretación universal, es decir, que sólo existe aquello que puede ser catalogable. En el capítulo anterior hacía referencia al dinero como elemento definido en una suma, del mismo modo es posible medir el grado en el que se dan estas discapacidades. Su evaluación permite ver el grado en el que el sujeto es capaz de moverse por sí mismo en la sociedad (Siguiendo la estela de la necesidad de autosuficiencia, anotada en al capítulo anterior; de hecho, un aspecto de especial trascendencia) y en la medida en que no es posible se convierte en un ser anormal. Se interpretan de este modo las necesidades en sociedad en clave general y ambigua, como un conjunto de estrategias que tienen todos los seres humanos y que sirven para lograr el sustento sin la intermediación de otros. Una idea tan general y vaga es al mismo tiempo fuerte por su extensión y su debilidad ya que existen muchas formas de contrarrestarla, y de ello me ocuparé en este nuevo capítulo. Comencemos señalando que las capacidades descritas permiten lograr el éxito, el cual se circunscribe en el contexto del equilibrio ya que si puedo lograr lo deseado y el otro también se produce la armonía; con cada cual en su terreno no hay conflictos y además el proceso de evolución es infinito ya que las habilidades son universales y cualquiera las posee. Esta idea implica la colaboración desde el individuo, partiendo del potencial de cada cual, todo ello en una mátrix inconsciente que sabemos no se corresponde con la realidad. La fantasía, hecha global, contrapone dos modelos: por un lado, el basado en el esfuerzo individual, cuya intención es convertir al individuo en su único y responsable artífice, y, por otro,2 el cimentado en el beneficio; los resultados y la insistencia, como buques insignias de su imagen, impulsan a los demás individuos a seguir con la lucha de la supervivencia. Se impone entonces el aprendizaje vicario. El mejor ejemplo es aquella frase que dice que “lo que haga una persona lo hace otra”. El contexto de estas ideas es percibir el hecho de estar vivo con la resolución constante de problemas y desafíos, conceptos, que, pueden resultar simples en apariencia, pero que no lo son ya que detrás de ellos se oculta toda una serie de hechos que lo desmienten.

De hecho, los casos antes anotados, perceptivos, motores y cognitivos tienen un rasgo común: en todos ellos se produce una limitación ligada a una capacidad no activable: el ciego por más que quiera no tiene su órgano físico preparado para la visión; del mismo modo el sordo no puede oír, aunque luche por ello dando su vida, al igual que con quienes van en silla de ruedas, sus piernas no le permiten caminar. Estas observaciones, que parecen simples no lo son ya que la minusvalía que nos ocupa en este capítulo no tiene estas características, razón por la que, a pesar de los daños psicológicos, cognitivos y emocionales que producen, si son superados, provocan que otros sentidos se potencien para compensar su falta. Así en el caso de los ciegos se incrementa la percepción auditiva y en el de los sordos la vista, al permitir algo tan difícil como leer en los labios. Nos encontramos con sujetos que pierden una capacidad pero que ganan otra que les sirve para adaptarse al entorno. Estos ejemplos, que pueden ser resultar ingenuos, no lo son ya que el tema que nos ocupa no reúne estos rasgos, sino otros muy distintos. 

II

Profundicemos en este apartado en la capacidad social, partiendo del inconsciente colectivo.  En el capítulo anterior se hacía referencia a la autosuficiencia como necesidad para que el sistema se mantenga. Existe una relación entre estos dos términos de modo que la capacidad social, valga la redundancia, es la habilidad para no depender de los otros. Este concepto supone un nivel superior ya que implica una categorización de sujetos siguiendo este criterio; es decir, que quienes sean no dependientes serán gratos y no despertarán temor, mientras que sí lo harán los que no puedan acogerse a todos sus requisitos, mayormente de tipo económico, al tratarse, como vimos, del arma de protección frente al enemigo potencial. Al funcionar como filtro, opera tanto para los demás como para uno mismo, es decir, que hay una tendencia a exigirse a seguir el guion y a que los demás lo cumplan y en la medida en que vemos como peligra el que llevamos, seremos más exigentes si cabe con los demás ya que se activan los temores, tal como vimos en apartados anteriores. En definitiva, la capacidad social es una manera de calificar a los demás de forma sencilla, obviando la observación profunda, que no sea hacia dentro de uno mismo ante la falta de trabajo interior.

Como elemento catalizador es global, imperativo y no permite excepciones. Cuando muchas personas sostienen una idea, no sirve para nada la praxis científica para demostrar su falsabilidad, sobre todo si la creencia se basa en aspectos emocionales tan profundos que no se conocen. Simple y llanamente se aceptan la premisa y la conclusión y se imponen a aquellos sujetos que creemos forman parte del mismo grupo; el resultado de su carácter impositivo es la no aceptación de los miembros que no se ajustan a tales principios. Por otra parte, el carácter globalizado del concepto de capacidad social provoca que contenga elementos extremos, es decir, que permitan el todo o la nada sin que haya matices intermedios, sin que importe lo demás. De este modo se crea una barrera para diferenciar a unos sujetos de otros y como hablamos del homo argentii, será el dinero el que decida quién está a un lado y a otro de la línea, siguiendo todas las creencias disfuncionales descritas en el capítulo II. Unas de las finalidades de la capacidad social es determinar quién es confiable y quién no, con quién podemos contar o frente a qué personas hemos de proteger nuestra mátrix. 

Los elementos que definen a quienes están a un lado de la línea son las personas que se consideran segura de su estabilidad económica, que no dependen de otros para su supervivencia, que desarrollan su espacio territorial y saben protegerlo y que mueven los hilos ajenos para seguir viviendo en su burbuja material. La capacidad no es entonces económica sino: de control emocional, sobre todo de los sentimientos negativos, de la proyección del miedo hacia el exterior en forma de arrogancia, justo lo contrario como emoción pantalla y por lo tanto el don de mostrarse imperturbable e indiferente ante lo que no tenga relación con su imagen externa. La suma de todos estos aspectos genera un concepto que va más allá de la seguridad económica y alcanza a la terrible paradoja de lograr la seguridad personal e íntima, algo que cada vez resulta más difícil, si enfocados en el aspecto material, lo interno deja de tener valor. Si además tenemos en cuenta que se trata de derrotar a un adversario invisible, carece de importancia cualquiera de sus rasgos; lisa y llanamente es eliminado. Por ello la capacidad social provoca que términos como habilidades, dones o éxitos carezcan de importancia, aunque sean del pasado. Nunca es tarde para asestar el mejor golpe, aquel que deja a adversarios potenciales fuera de juego.

Para ello lo mejor es declararlos minusválidos sociales, es decir, incapaces de participar en el juego de la interacción en el que se habla de custodia de hijos, de atención a la familia, de colaboración con los fondos públicos, de ayudas a otros miembros de la sociedad (aunque sea una acción basada en la apariencia ya que hay que limar la imagen externa para dar una buena impresión de que se forma parte de una colectividad) y de otros intercambios catalogados por la sociedad como admisibles y acordes con la lógica del homo argentii. Todo ello conduce a una incapacidad en la que: por un lado, no existe una falta de habilidad, siendo ésta completamente indiferente; un parado puede perfectamente llevar una casa adelante, cuidar de sus hijos y tener una vida familiar ordenada, pero el simple hecho de ser excluido por incapaz social lo condena a no poder emplear su potencial, de modo que se le impide ejercer como padre, por ejemplo. Es la manera perfecta, como vemos, de eliminar la sapientia del enemigo, conjunto de conocimientos que, por otra parte, ponen en evidencia las lagunas de quienes desean impedir que se conviertan en operativos. Por otra parte, nos encontramos ante una incapacitación total ya que no permite solucionar problemas y las posibilidades se dejan al antojo de quienes emplean los resultados que se podrían conseguir si los afectados se pusieran en marcha, aunque no se logren. Quiere esto decir que en la mente de quien permite que haya excluidos sociales económicos se produce la creencia de ventajas potenciales asociadas a los que estos sujetos podrían lograr, como si se tratara de un terreno que se queda virgen y que, además de ser desconocido, despierta la sensación de avaricia, no sólo por el beneficio económico, sino por el disfrute del control o poder. No olvidemos que el homo argentii puro y duro no es ajeno a sufrir de algún tipo de psicopatía, caracterizada por ausencia de sentimientos de culpa, falta total de empatía y placer ante el sufrimiento de sus víctimas. En un modelo como el descrito el catalizador concepto de capacidad social se aplica tal cual es, sin matices y con la firme creencia de que muchos están de acuerdo con semejante disparate, teniendo en cuenta la fuerza que da el pertenecer a una masa tan inconsciente que vive en su dimensión mental, al servicio del terror colectivo hacia su incapacidad de predicción. La inestabilidad está servida y la incoherencia también, tal como veremos más adelante.

Examinando más a fondo la incapacidad social, se descubre que carece de efecto compensador; del mismo modo que el ciego ve potenciado el tacto, por ejemplo, el minusválido social no puede equilibrar la balanza ya que simplemente se le ha privado del derecho a la supervivencia. He aquí la primera contradicción: personas que tienen una capacidad no pueden emplearla, un muro invisible ha sido impuesto a un número creciente de sujetos de modo que la capacidad para resolver problemas choca contra la imposición externa. No alcanzar el objetivo final, cuando éste existe en la mente del sujeto excluido socialmente es la manifestación de la primera gran contradicción de la minusvalía social. Si la mente es energía creadora, puede que el objetivo ya sea real en algún lugar o momento; mas la demanda es inmediata y no espera (los hijos han de ser alimentados, la hipoteca se tiene que pagar, el colegio tiene que ser abonado, se necesita alimento y un largo etcétera), lo cual genera un desajuste exponencial si las necesidades inmediatas no se cubren porque el sujeto ha sido declarado fuera del juego social. Esta falta de sincronización entre lo que puede ser la frecuencia creadora y la destructiva es otra paradoja, más intensa cuánto menos se cubran las situaciones perentorias. Dicho de otro modo, la sociedad se ha creado una forma de destrucción del individuo en el que la energía positiva puede ser compensada fácilmente por la negativa o de autoboicot del mismo sujeto, siguiendo el mecanismo de autoeliminación, descrito en el capítulo II.

Las consecuencias psico-emocionales, tratadas en el próximo apartado, arrojarán más luz de los efectos de semejante trauma.

 

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