Cuentan que, en las piedras del Oráculo de Delfos, grabaron la frase “Conócete a ti mismo”. Es lo mismo que aconsejó Agustín de Hipona y también Thomas Hobbes cuando escribió “Quién sea que mire en su interior y considere aquello que hace cuando piensa, opina, razona, desea, o teme, y sobre qué bases; entonces así leerá y conocerá los pensamientos y las pasiones de todos los hombres en ocasiones similares”. Es por eso que llamamos autoindagación a la práctica de tal consejo (O autoconocimiento, o no-dualidad). Lo practicaron personajes como Jesús, Buda y Sócrates, y también psicólogos como Jung, que lo etiquetó como “Psicología transpersonal”. Dualmente, por ejemplo, se tiende a pensar y a decir que el ser humano está hecho de materia y de energía pero ¿No es la materia una forma de energía? Por tanto, desde el punto de vista no-dual, somos energía y nada más; energía que puede vibrar en frecuencias más o menos elevadas, adoptando formas más o menos densas que llamamos cuerpo, mente y espíritu. Es por eso que hay quién llama “espiritualidad” a la práctica de dicho consejo, pese a que es una palabra que se presta a mucha confusión.
Y eso hace la Real Academia de la Lengua con su definición de “espiritualidad”, confundir. Tres de las cuatro acepciones que expone son lógicamente falaces: Ni la primera -Naturaleza y condición de espiritual-, ni la tercera -Obra o cosa espiritual-, ni la cuarta -Conjunto de ideas referentes a la vida espiritual- aportan información alguna ya que dan por supuesto que sabemos lo que significa “espiritual” cuando es precisamente lo que intentamos averiguar preguntando al diccionario. La segunda acepción añade la palabra “eclesiástica”, con lo que sugiere que la espiritualidad pertenece a la iglesia. Así pues, en su sentido usual, la espiritualidad sería “algo” propio de creyentes y/o de clérigos (Pues la palabra “iglesia” también tiene varias acepciones y la RAE no aclara cuál de ellas utiliza). En cualquier caso, nos inclina a pensar que los ajenos a la iglesia serían ajenos a la espiritualidad; y es esa ajenidad la que justificaría el proselitismo del creyente, por entender que introducir a a alguien en la iglesia es tanto como introducirle el espíritu (Podríamos llamarlo su “parte buena”) y también justificaría su violencia, por entender que no puede ser pecado torturar e incluso matar a “gente sin espíritu”, a “desalmados” (Ésta sería su “parte mala”).
Pero al consultar la etimología de espíritu, vemos que deriva del verbo latino “spirare” (Que significa soplar). Es curioso que utilicemos espíritu como sinónimo de “anima” (o “alma”) que también significa soplo, viento, respiración; y también es curioso que «ánima» tenga un masculino «ánimo». Así pues, para los antiguos, espiritual era todo aquello que tenía que ver con la respiración, con el aliento, con la energía, con la vitalidad, con la vida. Nadie, por tanto, podía ser ajeno a la espiritualidad, ¡Nadie podía ser desalmado!
Los seres humanos hemos inventado métodos para medir el tamaño y la masa de cualquier material, podemos asegurar pues que hay consenso general en cuanto a la existencia del cuerpo ¿Y no es cierto que hay el mismo consenso en cuanto a la existencia de la mente a pesar de que no hemos inventado ninguna manera de medirla ni de pesarla? La mente nos resulta autoevidente, innegable, porque tenemos continua constancia de su actividad, a la que llamamos “pensamiento”.
Vemos pues que, tanto la palabra “mente” como la palabra “espíritu”, apuntan a “lo intangible”. Tenemos una parte tangible, medible, pesable y una parte que no lo es. ¿Podemos plantearnos que mente y espíritu tengan en común “lo intangible”? ¿Podemos valorar la posibilidad de la que espiritualidad sea, tan solo, aquello que tiene que ver con la parte más sutil, más “vaporosa”, más etérea de nuestro ser, con la parte menos densa, menos material? Entonces podríamos concluir que todo lo relacionado con pensamientos, sentimientos, emociones, con sueños, y en definitiva, con la actividad de la mente, es lo propio de la espiritualidad. Entonces podríamos decirles a los académicos, a los eclesiásticos, que se equivocaron y nos equivocaron. Podríamos entender que, al creer ciegamente en lo que ellos nos dijeron, caímos en otra falacia (Que en lógica se llama falacia de autoridad). Entonces los creyentes dejarían de ser creyentes y los ateos dejarían de ser ateos, y dejaríamos todos de enfrentarnos; y podríamos comprender que, de igual manera que todos nuestros cuerpos están hechos con las mismas moléculas, todas nuestras mentes están hechas con los mismos pensamientos.
De pequeña me parecía sentir de forma intuitiva el espíritu. Además vi algunos pululando por mi casa (descartada la alucinación, es largo de explicar), lo cual hacía que resultase aún más obvio. Así que cuando siendo todavía niña empecé a oír hablar del espíritu (el nuestro, el del vulgo) y del Espíritu pensé que era una obviedad, como las clases de anatomía, una parte más nuestra.
Pero luego el transcurso de los años, la crudeza del mundo y el trato con los ¿semejantes?, unido al consumo masivo de divulgación científica, me hizo pasar por la fase cientificista según la cual todo es bioquímico y eléctrico, y no hay nada más. Hasta leí la explicación científica de las ECM y otras cosas que le quitan toda la gracia a la cosa.
Pero volví a cambiar de idea. Y ahora mismo tengo muy claro que no estoy de acuerdo en absoluto con tu última frase. Y que si el lenguaje que hemos heredado y que procede de la sabiduría colectiva acumulada acuñó el término «desalmados», es por algo.
Pero no quiero influir negativamente en nadie, sólo explico mi visión.
Mi última frase es otra forma de decir lo que dijo Hobbes: Si te conoces a ti mismo, conoces a los demás, porque todos tenemos los mismos deseos, los mismos temores; es otra forma de decir que todos somos hijos de Dios..
Eso es lo que pongo en duda.
Y me lo creí, en los años mozos. Precisamente por debutar en este mundo con esa actitud, y luego ir comprobando cómo ni de coña una porción de la gente funciona así, e incluso otros usan ese conocimiento para cumplir sus ‘deseos’, que son horripilantes.
Ni siquiera los temores coinciden. El pánico a la muerte, muy muy común, facilitó el triunfo de la plandemia. Los que no tenemos pánico a la muerte fuimos los primeros en resistir la embestida, pues no sufrimos la parálisis racional en la que se basaba todo.
¿Por qué no tenemos miedo a la muerte, Oca? Esa es la pregunta clave.
Creo que depende del individuo. Hay varias posibles explicaciones, en mi opinión. Algunas muy tristes (adiós, mundo cruel), otras esperanzadoras, rollo ‘la muerte no es el final’.
Espectacular trabajo Hermano, disfruto como un enano con tus textos…
Gracias.