Recuerdo la impresión que sufrí en la adolescencia cuando leí la rima LXXIII de Gustavo Adolfo Bécquer, en especial, los dos versos que dan lugar al título: “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”. Poco sabía yo por aquellos días, que la defensa de la vida iba a ser en un futuro uno de los lemas de mi escudo de armas, a la vez que pilar importante de mi actividad periodística. No por elección o vocación, sino por obligación, por pura necesidad. Con el tiempo fue descubriendo que, a buen seguro, están más solos los vivos abandonados en el corredor de la muerte de residencias y asilos, que los propios muertos transitando la laguna Estigia, afanados en su burocracia celestial en un plano de existencia del que, a pesar de las múltiples teorías, conocemos muy poco.
Me toca nuevamente gritar con tristeza en este desierto ruidoso donde nadie escucha las notas importantes de la canción de la vida. La Cultura de la Muerte ha llegado a nuestra sociedad para quedarse; y lo ha hecho de manera silenciosa con el marchamo de “derecho”: derecho a decidir sobre la vida de otros y su forma de vivirla. Mis gritos recurrentes son porque, de alguna manera y medida también soy responsable. Todos lo somos, como seres pensantes y sintientes, dotados de conciencia y una ética inscrita que nos alerta de lo correcto y lo incorrecto, aunque a veces tengamos el resorte oxidado, con falta de engrase. Quienes conocen mis escritos saben de mi lucha sin cuartel, a favor de las personas más vulnerables en los llamados Estados del bienestar: los no nacidos, los viejos, los enfermos y los discapacitados. ¡Y no me importa ser reiterativa!
En nuestra sociedad hedonista y ramplona, ser viejo es una desgracia; y si, además de los años, aparece una dolencia incapacitante, las familias –aunque hay excepciones—suelen cortar por lo sano y o bien recurren a la sedación terminal o al abandono en uno de estos “morideros” llamados geriátricos.
La muerte es la otra cara de la vida y una continuación de la misma; en cualquier caso, es un hecho inexorable que todos debemos asumir. Pero la muerte no es lo peor. Para una persona mayor lo peor es descubrir que nadie la quiere tanto como para “aguantar” sus achaques, sus impertinencias, su falta de movilidad y su mala memoria o desvaríos. Nuestra sociedad ha perdido la empatía y es nuestro deber recordarlo e intentar que aflore la conciencia.
Sé que ejerzo una labor espinosa y molesta, políticamente incorrecta en estos tiempos distópicos y utilitaristas de control poblacional, en los que está permitido casi todo lo antinatural y antihumano; en los que el amor y la generosidad no brillan como debieran y, paradójicamente, mucho menos cuando se trata de seres queridos con limitaciones. Es cierto que a nadie le gusta que le remuevan la conciencia e incluso le recriminen que no se están haciendo bien las cosas y que hay opciones más dignas y convenientes. ¿Pero son seres queridos realmente o deberíamos decir cercanos? ¿Se abandona a alguien a quien se ama de verdad? Reconozco, no obstante, que la sociedad no es tan culpable como puede parecer con una simple mirada. A la masa humana, totalmente desprotegida, a merced de la propaganda de los diseñadores de nuevos paradigmas sociales, se la ha condicionado y manipulado para rechazar como obsoletos los valores que habíamos ido integrando en nuestra evolución y nos habían ennoblecido como seres humanos.
En las etapas de barbarie del pasado, el ser humano era caníbal, y de ello dan cuenta los antropólogos, quienes refieren incluso las partes del cuerpo humano más sabrosas. Algunos pueblos despeñaban a los viejos cuando eran “inservibles”. Los espartanos arrojaban desde el monte Taigeto a los bebés que por su complexión columbraban que no servían para la guerra. Dando un salto en el tiempo, los nazis eliminaban por decreto a lo que definían como “vidas sin valor”. Hoy no lo verbalizamos, pero los hechos demuestran que está aflorando lo peor del ser humano. Eliminamos a las personas con más asepsia, pero somos igual de salvajes.
En mi libro La dignidad de la vida humana, publicado en 2012 escribí: “… he conocido un caso que me llenó de pasmo. […] El protagonista era un hombre que padecía una lesión de corazón que lo imposibilitaba para hacer una vida normal. Pero estaba completamente lúcido y leía el periódico a diario. Un día tuvieron que ingresarlo por una complicación, y cuando le dieron el alta, el médico le dijo abiertamente a la esposa que lo más conveniente sería sedarlo, porque vivir así no merecía la pena. Le dijo que programarían el día de la sedación, que a ella le darían un tranquilizante para dormir toda la noche y no presenciar la muerte de su marido, y que cuando despertara, todo habría acabado. Este matrimonio tenía un hijo médico, y cuando se le consultó sobre la drástica resolución dijo: “Sí, mamá, lo mejor que podemos hacer es sedar a papá. Total, ya no hace nada aquí. Así, tú te liberas de la carga y vives un poco. Dicho y hecho. Al pobre señor lo sedaron una noche sin preguntarle nada. A la señora también le aplicaron un sedante y cuando despertó a media mañana, su marido muerto ya estaba en el tanatorio.
Este otro caso me lo relató una amiga médico cuando le estaba contando pormenores del libro que estaba escribiendo y cómo se había rebajado el listón de matar, en referencia a las prácticas holandesas y a la clínica Dignitas de Zurich. Me dijo que “para ver sedaciones ya no tenemos que ir a Holanda o a Inglaterra; que en España estaban sedando y que era una práctica que se estaba extendiendo. Me contó el caso del padre de la peluquera de su hermana, la cual estaba pasando una crisis depresiva porque había dado el consentimiento para que sedaran a su padre y no tenía la conciencia tranquila. El papá era una persona dependiente. Lo ingresaron en el hospital y cuando llegó el momento de darle el alta les propusieron sedarlo y aceptaron. Por lo visto, ninguna de las dos quiso hacerse cargo de él. Sin más comentario.
Casos como los citados y otros de abandono en geriátricos son cada vez más abundantes. Cuando estos hechos llegan a nuestro conocimiento, sobre todo, si acontecen en nuestro entorno, no podemos evitar una inmensa tristeza. Pero no debemos quedarnos ahí, en el simple lamento. Es necesario exteriorizar cuán injusto es que esto ocurra e incluso proponer opciones alternativas. Sé que es más fácil inhibirse y atribuirlo a un tema familiar que no nos compete. Pero no es así. No podemos permanecer impasibles, callados y acostumbrarnos al horror. Un asesoramiento adecuado y un buen consejo a tiempo –más allá del modus operandi de la fría y desalmada oficialidad— pueden obrar cambios de conciencia espectaculares.
Urge lanzar una voz de alarma por lo que consideramos una total desprotección de los mayores, estando muchos de ellos en un estado de indefensión total. Es necesario invertir para ofrecer mejores servicios sanitarios a quien más lo necesita, independientemente de la edad o del tiempo estimado de vida. Toda vida es digna desde el momento de la concepción hasta la muerte natural.
Es llamativo que no haya organismos vigilantes del bienestar de los mayores enfermos. Es cierto que existen organizaciones dependientes del Estado, que se ocupan de su tutela. Pero son meramente administrativas y jurídicas, creadas con el fin de que los viejos no sean maltratados o desposeídos de sus bienes por hijos desaprensivos y evitar inhabilitaciones no justificadas. Pero no son eficientes y muchos dictámenes dejan mucho que desear. Además, les falta alma, calor humano y, de facto, los viejos se mueren de asco en esas residencias desangeladas con olor a lejía. Una sociedad avanzada no puede confiar el destino de sus mayores al arbitrio de familiares que lo que desean es tenerlos lejos y que desaparezcan de este mundo cuanto antes. ¡Una pena y una vergüenza para la raza humana!
Es muy triste pero es la cruel realidad, cuando uno se hace mayor en la mayoría de los casos ya empieza a estorbar y si encima padece alguna enfermedad mucho más en mi infancia había más solidaridad entre los vecinos y más amor por las personas mayores que hoy son despreciados y tratados peor que al ganado,los ingresan en residencias que se han convertido en centros de exterminio y con el cuento chino lo hemos comprobado.
Los asilos y residencias son auténticos mataderos donde muchos dejan morir lentamente a sus padres para luego matarse por las herencias como pasó en plandemia donde tantos murieron solos en hospitales,habitaciones en sus casas,solos sin visitas,geriátricos…
Sociedad enferma y neuromodulada por las kakunas.
Que pena de hijos traidores como Judas a sus padres y médicos recetadores de medicamentos intoxicadores.
Un texto lleno de sensibilidad y reflexión.
Tras la constitución masónica,los ‘democratas’,en vez de despeñar a los niños no aptos (desconocemos bajo que parámetros,quizás politico-religiosos),fueron destinados a la corrupción y a los abusos sexuales,otra forma de eliminación,incluso destinados a la prostitución.
Está cuestión de los ancianos,se podría de algún modo mejorar,con algunas leyes,por qué los ancianos no tienen representación en el Congreso como grupo social,tan solo entidades privadas se hacen cargo con servicios de abogados.
Y sin embargo,los políticos prefieren el aborto y la eutanasia,convirtiendo el gerontocidio en una tendencia social.