Por Alfonso de la Vega
Art. 1- 3. «La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria«. (C E 1978)
No hay que exagerar, ni el rey ni el parlamento pintan algo. Rodeados de escándalos con el masoquismo habitual y un cierto fatalismo oriental otro año celebramos el desastre constitucional.
De acuerdo a las tipologías políticas clásicas más importante que la organización del Poder es a qué fin se encuentra dirigido. Si al Bien común o al particular de algún grupo parcial o sectario. Desde esa perspectiva el Preámbulo de la Constitución nos sindicaría un excelente sistema político, lástima que luego la politeia real haya traicionado esos principios. Sobre el significado de la constitución para el devenir de España durante ya este último casi medio siglo existen múltiples interpretaciones. A mi parecer, dos son sus principales defectos. Los Títulos II y VIII relativos a la Corona y al sistema autonómico respectivamente, así como la incoherencia para la estabilidad desde el punto de vista de la Teoría de Sistemas de la conjunción de ambos, lo que permite en la práctica política junto a la falta de separación de poderes que las diversas oligarquías, en especial las regionales, campen a sus anchas. En los regímenes federales sobre todo con tensiones por la codicia o ambición de oligarquías territoriales una presidencia de la República o un Poder ejecutivo directamente elegible, no sujeto al juego de mayorías o minorías parlamentarias, equilibra los excesos de los Estados Comunidades federados y permite conservar la sostenibilidad del sistema. Desde este punto de vista la Constitución del 78 lo hace insostenible.
Pero más allá de los defectos constitucionales para celebrarse como merece la santa constitución borbónica, madrastra o carabina de de todas las degradaciones españolas actuales, cabe repasar las virtudes de la dinastía, imposible de erradicar pues vuelve voraz una y otra vez.

Contra la Monarquía ya trataba de prevenirnos la misma Biblia. La Palabra revelada en el Antiguo Testamento nos explica que Yavé Dios, con demostrado buen criterio, ya se oponía en el I libro de Samuel a que su pueblo elegido nombrara un rey. Y, en efecto, a los israelitas el rey Saul les salió rana como era de esperar, porque nadie ni tan siquiera el pretendido pueblo elegido es capaz de escarmentar en cabeza ajena, ni menos con esto de la pertinaz superstición de los reyes.
Toda dinastía alberga sus abusos sino crímenes históricos por mucho que se maquillen o se oculten. En sí misma la monarquía es una superstición, un insulto a la razón amén de la legitimación e institucionalización del nepotismo. Si para la sensibilidad actual resulta feo que los cargos se ejerzan solo por razones de parentesco sin tener en cuenta méritos o capacidades personales, mucho más grave es que tal desatino de carácter fatal tenga que ver con la máxima magistratura de una nación como se supone es su jefe del Estado. De modo que si te sale malo no queda sino aguantarse y esperar tiempos mejores que acaso nunca llegarán.
Sí. La desgracia no es de ahora y por eso ha venido ocupando a muchos intelectuales y patriotas que no comprenden su fijación parasitaria contra España ni menos la imposibilidad hasta ahora de librarse de ella. Pío Baroja es uno de ellos. A la colección Vitrina pintoresca de 1935 pertenece un sugestivo título: Una familia ejemplar que se refiere a los Borbones.

Dice don Pío: “Sería muy curioso el estudio de biológico y patológico de la familia borbónica, sobre todo desde Carlos IV hasta el último de sus individuos reinantes.”
Desde luego que lo es y eso que nuestro autor, médico de profesión de modo que le interesaban las patologías, no llegaría a conocer a las dos postreras joyas de la pertinaz Dinastía. El Emérito exilado a caliente tierra de infieles y su heredero, el obtuso imbel aún pendiente de exilio si se sigue la tradición.
No sólo de ahora. La progresiva pérdida de nuestra integridad territorial es un fenómeno íntimamente ligado a la dinastía. Baroja coincide con los historiadores que se atreven a revelar sobre la vida de la reina María Luisa de Parma que “de todos los hijos de esta dama ninguno es de su marido”. Un escabroso asunto. Dicho de otro modo, nos encontramos ante una Dinastía de bastardos, debido primero a la virtuosa mujer de Carlos IV y luego, al menos con los retoños de la no menos virtuosa niña Isabel.
Prosigue Baroja explicando los caracteres de otros ilustres prohombres y prohembras borbónicos.
Tras otras disquisiciones sobre genética propias de un médico de la época, Baroja culmina su texto con una especie de epílogo: “la regencia de María Cristina de Habsburgo y el reinado de Alfonso XIII son ya la anemia, la regresión de un país que pierde la vitalidad y termina en una República retórica y jurídica, repetidora de gestos viejos y amanerados; República que ha hecho perder la penúltima esperanza de los españoles; y no dice uno la última para no parecer demasiado pesimista.”
¿Qué hubiera dicho Baroja de los dos últimos Borbones? Me temo que tampoco sería muy favorable. Supongo que su compañero Valle Inclán no hubiera necesitado pasar por el callejón del Gato para hacer su exacto retrato. Bastaría un espejo plano. Penúltima, última o la que sea, esperanzas ya nos quedan pocas.
En su quizás peor decisión como estadista el general Franco entronizó otra vez a los expulsados Borbones. Una versión edulcorada la ofrece el emérito en su reciente libro de memorias que ha escocido mucho en Palacio. La Dinastía siempre vuelve. Ni escarmientan ni escarmentamos. Se repiten los hechos, siempre se muestran peleados entre ellos mismos. Los padres odian a sus hijos que a su vez les traicionan y viceversa. Y si no entre padres e hijos, tíos contra sobrinas.
Ahora bien, nos queda la duda qué parte de responsabilidad en el desastre actual tienen los Borbones con su desempeño y qué parte de culpa corresponde a la propia chapuza constitucional que lejos está de ser inmaculada desde su propia concepción.
En todo caso la inmaculada constitución dejo de serlo con la pertinaz dinastía francesa.

