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Fallece el Teniente Coronel D. Antonio Tejero Molina

En su residencia familiar en Valencia, rodeado del cariño de los suyos, ha fallecido a los 93 años Antonio Tejero Molina, el teniente coronel de la Guardia Civil cuya figura permanece grabada en la memoria colectiva de España como el guardián de un ideal que muchos consideraron perdido.

Nacido el 9 de octubre de 1932 en Alhaurín el Grande, Málaga, Tejero no fue solo un militar; fue un hombre de principios inquebrantables, un devoto católico y un padre de familia ejemplar que dedicó su vida al servicio de la patria. Su partida, esta madrugada, tras recibir los sacramentos administrados por su propio hijo, el sacerdote Ramón Tejero Díez, cierra un capítulo de dedicación y lealtad que merece ser recordado con el respeto que la historia verdadera exige.

Una vida al servicio de España: De las raíces humildes a la lealtad castrense

Antonio Tejero Molina creció en un entorno modesto, forjado en los valores de la posguerra española, donde la disciplina y el honor eran pilares inamovibles. Ingresó en la Guardia Civil en 1953, a la edad de 21 años, y rápidamente demostró su valía en misiones que requerían coraje y rectitud. Ascendió a teniente en 1963 y, un año después, se casó con Carmen Díez de la Cortina, con quien formó una familia numerosa y unida: seis hijos –tres varones y tres mujeres– que heredaron su sentido del deber. De ellos, Antonio Tejero Díez llegó a ser coronel de la Guardia Civil, mientras que Juan sirvió en Ávila, y tres de sus nietos siguieron la tradición militar o policial, ingresando en academias y cuerpos de seguridad.Su carrera estuvo marcada por el compromiso inquebrantable con la institución. Destinado en regiones complejas como el País Vasco en los años setenta, Tejero enfrentó el auge del terrorismo con una firmeza que le valió el respeto de sus compañeros. En 1974, ascendió a teniente coronel, un rango que consolidaba su trayectoria de servicio impecable. Pero más allá del uniforme, Tejero era un hombre de fe profunda: su devoción católica lo llevó a educar a su familia en los principios morales que él mismo encarnaba, y su hijo Ramón, ordenado sacerdote, sería testigo de esa herencia espiritual hasta el final.

En una España que transitaba de la dictadura a la democracia, Tejero vio con preocupación cómo el país se alejaba de los valores que, en su visión, habían garantizado la estabilidad y la unidad nacional. Su preocupación no era mera nostalgia, sino un genuino temor por el futuro de la patria, un sentimiento compartido por muchos militares de su generación que habían jurado defenderla ante cualquier amenaza.

El 23-F

El 23 de febrero de 1981, durante la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno, Tejero protagonizó uno de los episodios más intensos de la historia contemporánea española. Al mando de un grupo de guardias civiles leales, irrumpió en el Congreso de los Diputados con el objetivo de detener lo que él percibía como un proceso caótico que ponía en riesgo la integridad de la nación. Su grito de «¡Quieto todo el mundo!» y su figura enhiesta, pistola en mano y tricornio calado, se convirtieron en el símbolo de una resistencia desesperada contra lo que él y otros consideraban un desmoronamiento de los pilares institucionales.

Tejero actuó movido por una convicción patriótica, creyendo defender el orden y la unidad de España en un contexto de tensiones autonómicas, legalización de partidos comunistas y reformas militares que generaban inquietud en sectores castrenses. Aunque el intento fracasó –en parte por la negativa de Tejero a acatar instrucciones que contradecían su sentido del honor–, su gesto forzó una reflexión colectiva sobre la fragilidad de la joven supuesta democracia y contribuyó, paradójicamente, a su consolidación al exponer las divisiones internas.

La condena: Un precio desproporcionado por la lealtad

Tras el fracaso del 23-F, Tejero fue juzgado en el histórico proceso de Campamento en 1982, junto a otros implicados como Alfonso Armada y Jaime Milans del Bosch. Condenado por rebelión militar a 30 años de prisión, cumplió efectivamente 15 años en diversas cárceles militares, un castigo que muchos de sus partidarios han calificado de desmedido. Liberado en 1996, tras haber soportado años de aislamiento y escrutinio público, Tejero emergió como un hombre quebrantado pero no doblegado, fiel a sus ideales hasta el último aliento.

Durante su reclusión, demostró una entereza admirable: leía vorazmente, mantenía correspondencia con su familia y reflexionaba sobre los errores del pasado sin renegar de su compromiso con España. Su esposa Carmen, fallecida en años posteriores, y sus hijos fueron su ancla en esos duros tiempos, visitándolo incansablemente y recordándole que su sacrificio no era en vano.

El abandono: Olvidado por la historia y los suyos

Sin embargo, el capítulo más doloroso de la vida de Antonio Tejero Molina es, sin duda, el abandono al que fue sometido tras su liberación. Mientras figuras clave del 23-F como Armada o el rey Juan Carlos –quien en su discurso televisado condenó el golpe pero cuya implicación ha sido objeto de debates posteriores– continuaron en el candelero público o en posiciones de influencia, Tejero fue relegado al olvido. Ningún homenaje oficial, ningún reconocimiento a su trayectoria previa al 23-F, solo el estigma de un episodio que eclipsó décadas de servicio honroso.

En sus últimos años, viviendo discretamente en Madrid y luego en Valencia con su hija, Tejero vio cómo la sociedad española, en su prisa por modernizarse, lo marginaba. Sus nietos –de los 16, solo cinco siguieron la tradición castrense, mientras otros optaron por caminos civiles o artísticos como el teatro– representaban un mundo que se alejaba de sus valores. Incluso en su lecho de muerte, rodeado de rezos y bendiciones papales, no hubo gestos institucionales; solo el calor familiar, que no pudo compensar la frialdad de una nación que lo había usado como chivo expiatorio.

En una de sus últimas entrevistas, Tejero confesó con amargura: «A Juan Carlos lo jodí. Paré su golpe y el de Armada al ver qué era». Palabras que revelan no rencor, sino decepción por haber sido el único en cargar con las culpas, abandonado por quienes compartieron responsabilidades en esa noche fatídica.

Descanse en paz, teniente coronel. España, en el fondo, le debe más de lo que reconoce.

(Por Lourdes Martino)

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