En España, los partidos políticos convierten cada voto en un cheque en blanco financiado por el contribuyente, mientras se llenan la boca con la expresión “la fiesta de la democracia” para vender la participación electoral como un acto de libertad. Sin embargo, tras esta fachada, muchos vemos una clase política obsesionada con asegurarse sueldos desproporcionados, colocar a sus afines en cargos públicos y perpetuar un sistema que los enriquece, sin importarles España ni los españoles.
El negocio de los votos: cuánto se embolsan los partidos
El sistema de financiación pública de los partidos en España es un mecanismo bien engrasado que convierte votos y escaños en dinero contante y sonante. Según la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG), los partidos reciben:
- Por voto: Alrededor de 0,85 euros por voto en el Congreso (si obtienen al menos un escaño) y una cantidad similar en el Senado. Un partido con 2 millones de votos se lleva cerca de 1,7 millones de euros solo por este concepto.
- Por escaño: Cada diputado supone unos 22.000 euros adicionales, y los senadores algo menos. Un partido con 30 escaños puede sumar más de 660.000 euros en una sola legislatura.
- Extras: A esto se añaden fondos para gastos de campaña (como el mailing electoral, que cuesta millones) y subvenciones para funcionamiento ordinario, que en el caso de partidos mayoritarios superan los 100.000 euros mensuales. En las elecciones generales de 2023, el Estado repartió más de 50 millones de euros entre los partidos, según el Ministerio del Interior.
Este sistema incentiva a los partidos a maximizar votos, no por compromiso con los ciudadanos, sino porque cada papeleta es un ingreso directo. La participación masiva es su gallina de los huevos de oro.
“La fiesta de la democracia”: una excusa para el clientelismo
Los políticos insisten mucho en que hay que acudir a las urnas y que votar es una celebración de la libertad, una “fiesta de la democracia”. Pero los motivos reales son menos nobles:
- Más votos, más fondos: La financiación depende directamente de los votos. Sin participación masiva, las arcas de los partidos se vacían, lo que amenaza su maquinaria de poder.
- Legitimidad de fachada: Una alta participación da una apariencia de apoyo popular a un sistema que, según críticos como García-Trevijano, no es una verdadera democracia, sino una “partitocracia” donde los partidos controlan el poder sin rendir cuentas reales.
- Redes de enchufismo: Los escaños no solo traen dinero, sino también influencia para repartir cargos entre afines. En 2022, se estimaba que en España había más de 20.000 puestos de libre designación, muchos ocupados por enchufados sin cualificación, según Transparencia Internacional. Desde asesores con sueldos de 60.000 euros al año hasta directivos de empresas públicas, los partidos usan el voto para perpetuar su dominio.
La desconexión: ni España ni los españoles, solo ellos
La clase política vive en una burbuja de privilegios que contrasta con la realidad de los ciudadanos. Los sueldos de los parlamentarios (entre 80.000 y 120.000 euros anuales, más dietas y complementos) superan con creces el salario medio español. Mientras, los partidos colocan a sus fieles en una red de cargos que sangran el erario público. Casos de corrupción, como el desvío de fondos públicos o el uso de subvenciones para fines partidistas, son la punta del iceberg de un sistema donde el interés general queda en segundo plano.
Los políticos prometen soluciones a problemas como el paro, la vivienda o la inflación, pero tras las elecciones, las prioridades cambian. Los debates se centran en pactos, cuotas de poder y estrategias para mantenerse en el candelero, mientras España sigue lidiando con una precariedad que afecta a millones. Como decía Trevijano, el sistema no está diseñado para representar al pueblo, sino para que los partidos se repartan el botín del poder.
La rebelión de Benizar: cuando un pueblo dice “basta”
En la pedanía de Benizar, en Moratalla (Murcia), los vecinos llevaron la protesta al extremo. Hartos del abandono institucional, sus cerca de 860 habitantes decidieron en 2019 no participar en las elecciones generales del 28 de abril como acto de desobediencia civil. Sus principales quejas eran el estado deplorable de las carreteras y la falta de servicios básicos.
La Asociación de Vecinos de Benizar y Comarca organizó asambleas para consensuar la abstención. La decisión no fue por falta de conciencia política, sino una protesta contra unas administraciones (Murcia y Castilla-La Mancha) que se pasaban la pelota sin resolver nada. El resultado fue contundente: en las elecciones de abril de 2019 lograron una abstención del 98%. En noviembre de 2019, la participación fue aún menor, con solo 16 votantes de 746 censados.
Benizar no se detuvo ahí. En 2023, antes de las elecciones municipales y autonómicas, organizaron una concentración con la Junta Democrática de España, atrayendo a unas 800 personas de todo el país. Con cánticos como “Abstención contra la corrupción” y pancartas que decían “Todos somos Benizar, sin carretera yo no voto”, los vecinos reafirmaron su mensaje: no votarán hasta que se cumplan sus demandas. El movimiento tuvo un impacto mediático enorme, incluso en Italia, y visibilizó el abandono del mundo rural.
¿Qué pasaría si la abstención se extendiese a toda España?
- Colapso financiero de los partidos: Sin votos, las subvenciones por voto y escaño desaparecerían. Los partidos, especialmente los pequeños, podrían quebrar, y los grandes tendrían que reducir su estructura clientelar. Esto obligaría a una reconfiguración del sistema de financiación, tal vez hacia modelos más transparentes.
- Crisis de legitimidad: Una participación por debajo del 30% (en 2023 fue del 66%) pondría en jaque la narrativa de “la fiesta de la democracia”. Los partidos no podrían ignorar el mensaje: los ciudadanos rechazan un sistema que no los representa. Esto podría abrir la puerta a reformas estructurales, aunque los partidos en el poder probablemente resistirían con uñas y dientes.
- Más poder para el pueblo: la abstención organizada puede generar visibilidad y presión. La abstención, como un acto de rebeldía cívica, podría forzar la creación de un sistema donde los representantes fueran elegidos directamente por los ciudadanos, no por las cúpulas de los partidos. Esto implicaría una reforma constitucional profunda, algo que la clase política actual, atrincherada en sus privilegios, difícilmente aceptaría sin presión extrema.