La palabra “animal” resuena en nuestro vocabulario cotidiano como un término sencillo para referirse a los seres vivos no humanos, pero su historia etimológica es un viaje fascinante que nos lleva a las profundidades del latín y de las lenguas indoeuropeas, revelando una conexión inesperada con “ánima”, que en español significa “alma”. ¿Qué tienen en común un león rugiente, un pájaro cantando y el concepto abstracto de un alma?
La palabra “animal” proviene directamente del latín animal, que en su origen no era solo un sustantivo, sino un adjetivo neutro derivado de animalis, que significa “animado”, “vivo” o “dotado de vida”. Este término, a su vez, se construye a partir de anima, que en latín clásico se traduce como “aliento”, “soplo”, “vitalidad” o “alma”. La raíz común aquí es anima, un concepto central en la cultura romana que representaba la fuerza vital, el aliento que distingue a los seres vivos de los objetos inertes.
En la Antigua Roma, anima no solo aludía a una entidad espiritual como el alma que conocemos hoy, sino también al aire o al soplo físico que entra y sale de los pulmones, un signo inequívoco de vida. Así, un animal era, literalmente, un “ser que tiene aliento” o “ser animado”, es decir, cualquier criatura que respira y se mueve por su propia cuenta. Esta idea refleja una visión holística de la vida, donde el aliento y el alma estaban intrínsecamente ligados.
Para entender aún más esta conexión, debemos retroceder al protoindoeuropeo, la lengua ancestral de la que derivan el latín, el griego, el sánscrito y muchas otras. La raíz protoindoeuropea propuesta para anima es h₂enh₁-, que significa “respirar” o “soplar”. Esta raíz se encuentra también en palabras como el griego ánemos (“viento”) o el sánscrito aniti (“respirar”). En este contexto, el aliento no era solo una función biológica, sino un símbolo de vida y, por extensión, de espíritu o esencia vital, algo que los romanos trasladaron a su concepto de anima.
Por lo tanto, “animal” y “ánima” comparten un origen común en la idea de la respiración como prueba de existencia. Un animal, en su sentido más primigenio, era cualquier criatura que demostraba tener un alma o un espíritu vital a través del acto de respirar. Esta conexión no es casual: en muchas culturas antiguas, incluida la romana, la respiración era el vínculo entre lo físico y lo espiritual, entre el cuerpo y el alma.
La relación entre “animal” y “ánima” se explica por esta visión filosófica y religiosa de la antigüedad. Para los romanos, los animales (y los humanos) compartían la cualidad de estar “animados” por un soplo divino o un principio vital. Sin embargo, con el tiempo, el significado de anima se refinó en las lenguas romances, dando lugar a “alma” en español, un término más asociado con el espíritu, la conciencia o la inmortalidad, mientras que “animal” se especializó en referirse a los seres vivos no humanos, dejando atrás su vínculo original con lo espiritual.
Esta separación no es total, sin embargo. En textos filosóficos y religiosos, como los de Cicerón o San Agustín, se debate si los animales poseen un anima en el sentido de un alma inmortal, o si su anima se limita a la vida biológica. Esta ambigüedad lingüística y conceptual ha perdurado, y aún hoy podemos preguntarnos: ¿los animales tienen alma? Desde un punto de vista etimológico, la respuesta es sí, al menos en el sentido de compartir el soplo de vida que los anima.
En español, “animal” y “ánima” han divergido en su uso, pero su parentesco etimológico sigue siendo evidente. “Animal” designa a los seres vivos no humanos (perros, gatos, elefantes, etc.), mientras que “ánima” evoca algo más abstracto y espiritual, como el alma humana o incluso un espíritu en contextos literarios o religiosos. Sin embargo, la raíz común nos recuerda que, en su origen, ambas palabras hablaban de lo mismo: la chispa de vida que distingue a los seres vivos de los objetos inanimados.
Este vínculo también explica por qué, en expresiones coloquiales, a veces asociamos a los animales con emociones o personalidades casi humanas, como si tuvieran un “alma”. Decimos “mi perro tiene alma” o “es un animal con carácter”, sin darnos cuenta de que, etimológicamente, estamos evocando esa conexión ancestral entre la vida, el aliento y el espíritu.
La etimología de “animal” y “ánima” nos invita a mirar más allá de las definiciones modernas y a reconocer que, en su esencia, ambas palabras celebran la maravilla de estar vivos. La próxima vez que veas a un perro correteando o a un pájaro alzándose en el cielo, recuerda: su “animalidad” y su “ánima” comparten una raíz común, un soplo de vida que los conecta con nosotros y con el mundo antiguo que nos legó estas ideas. Quizás, después de todo, los animales no solo tienen aliento, sino un poquito de alma.
Interesante Reflexión.
El Juego de los Espíritus, SER y los animales son, mientras que los Humanos, manipulados, estamos; pocos alcanzan a SER.