Esto es lo que ha provocado la Ley de Derechos Animales de este gobierno
Leer este Texto va a llevarnos unos minutos, veinte aproximadamente, aunque lo importante es llegar a Comprenderlo, porque estaremos dando un Salto hasta la otra dimensión; busque el momento y disfrute.
¿Tiene ya esos minutos?
¿Estamos listos?
Póngase cómodo…
…
Prólogo:
Cuando era niño, muchas noches soñaba que volaba. La mayoría de las veces me veía en el jardín. Era de noche y estaba mirando las estrellas cuando de repente comenzaba a levitar. Los primeros centímetros me elevaba de manera automática, pero pronto comenzaba a darme cuenta de que cuanto más ascendía, más dependían de mí mis progresos, de lo que hacía. Si me emocionaba demasiado, si me dejaba llevar por la experiencia, volvía a caer al suelo en picado, pero si me lo tomaba con calma, si aceptaba la cosa tal cual era, me elevaba y elevaba, cada vez más
de prisa, hacia el cielo estrellado.
Puede que estos sueños contribuyan a explicar por qué, al crecer, me convertí en un enamorado de los aviones y los cohetes, de cualquier cosa que pudiera llevarme allá arriba, al mundo que hay sobre éste.
Cuando mi familia tomaba un avión, yo me pasaba el vuelo entero, desde el despegue al aterrizaje, con la cara pegada a la ventanilla de mi asiento.
En verano de 1968, cuando tenía catorce años, me gasté todo el dinero que había ganado cortando céspedes en unas clases de vuelo con un tipo llamado Gus Street en Strawberry Hill, un «aeropuerto» (o más bien una
pequeña franja alargada de terreno cubierto de hierba) al oeste de Winston-Salem, la ciudad de Carolina del Norte en la que crecí. Aún recuerdo cómo me latía el corazón la primera vez que pulsé el gran botón rojo que soltaba la soga que me mantenía unido al aparato de remolque e incliné el planeador en dirección a la pista. Era la primera vez que me sentía realmente solo y libre. La mayoría de mis amigos obtenía esa misma sensación en sus coches, pero apostaría algo a que la emoción de estar en un planeador a 1000 pies de altitud es cien veces más intensa.
En los años setenta, me uní al club de paracaidismo deportivo de la Universidad de Carolina del Norte. Era como una hermandad secreta, un grupo de gente que se dedicaba a algo especial y mágico. Mi primer salto fue aterrador y el segundo más aún, pero ya para el duodécimo, cuando crucé la compuerta y me dejé caer más de 1000 pies antes de abrir el paracaídas (mi primera «espera de diez segundos»), sabía que aquello era lo mío. Hice un total de 365 saltos en la universidad y pasé más de tres horas y media en caída libre, sobre todo en formaciones, con hasta veinticinco paracaidistas más. Aunque dejé de saltar en 1976, seguí teniendo sueños sobre la experiencia, unos sueños que, además de vívidos,
siempre eran agradables.
Los mejores saltos se daban a última hora de la tarde,cuando el sol empezaba a ocultarse detrás del horizonte.Cuesta describir la sensación que experimentaba en ese tipo de saltos: era como estar cerca de algo a lo que nunca alcanzaba a poner nombre, pero que sabía que necesitaba. No era exactamente soledad, porque en realidad nuestra forma de saltar no tenía nada de solitaria. Solíamos saltar en grupos de cuatro, cinco, diez o doce personas a la vez, para hacer toda clase de formaciones en caída libre. Cuanto más grandes y complicadas, mejor.
En 1975, un hermoso sábado de otoño, todos los paracaidistas de la Universidad de Carolina del Norte (UNC) nos juntamos con algunos de nuestros amigos del club de paracaidismo del este del estado para hacer unas cuantas formaciones. En nuestro penúltimo salto del día,
nos lanzamos desde un D18 Beechcraft a 10.500 pies de altitud para hacer un copo de nieve de diez personas. Logramos completar la formación antes de atravesar los 7000 pies y así pudimos disfrutar de dieciocho segundos de vuelo completos en formación, por un claro abierto
entre dos gigantescos cúmulos, antes de separarnos a los 3500 pies y apartarnos para abrir los paracaídas. Cuando llegamos al suelo, estaba haciéndose de noche. Pero corrimos a otro avión, despegamos rápidamente y logramos ascender de nuevo con los últimos rayos del sol para hacer un segundo salto en medio del anochecer.
En este caso, dos de los miembros más jóvenes del grupo probaban por primera vez a entrar en formación, es decir, unirse a ella desde el exterior en lugar de ocupar uno de los puestos de la base (lo que es más fácil porque, esencialmente, tu trabajo consiste en mantenerte estático en la caída mientras los demás maniobran hacia ti). Era una ocasión muy emocionante para ellos, pero también para los más veteranos, porque
de aquel modo contribuíamos a construir el equipo y ayudábamos a ganar experiencia a saltadores que más adelante podrían ayudarnos a realizar formaciones aún más grandes.
Yo tenía que ser el que cerrase una formación de estrella de seis hombres sobre las pistas del pequeño aeropuerto de Roanoke Rapids. El tipo que estaba frente a mí se llamaba Chuck. Tenía bastante experiencia en
«trabajo relativo» (que es como se llama a la construcción de formaciones en el aire). A los 7500 pies los rayos del sol aún incidían sobre nosotros, pero abajo ya se habían encendido las farolas de la ciudad. Los saltos en el crepúsculo siempre son experiencias sublimes y estaba claro que aquél iba a ser realmente hermoso. Aunque yo saldría sólo un segundo detrás de Chuck, tendría que moverme rápidamente para alcanzar a los demás. Caería a plomo, como un verdadero cohete, durante los siete primeros segundos, aproximadamente. Tenía que descender casi 150 kilómetros por hora más de prisa que mis amigos para poder llegar a su lado poco
después de que hubieran completado la formación inicial.
El procedimiento normal para los saltos de este tipo
es que todos los saltadores se separan a los 3500 pies y se alejan todo lo posible unos de otros. A continuación, cada uno de ellos agita los brazos (para anunciar que se dispone a abrir el paracaídas), mira hacia arriba para
asegurarse de que no tiene ningún compañero por encima
y luego tira de la cuerda…
—Tres, dos, uno… ¡Ya!
Los cuatro primeros saltadores salieron del avión y luego los seguimos Chuck y yo. Estaba cabeza abajo, aproximándome a la velocidad terminal, pero sonreí igualmente al contemplar la puesta de sol por segunda vez en el día.
Mi plan consistía en frenar la caída abriendo los brazos una vez que alcanzase a los demás (para lo que teníamos unas alas de tela que iban de las muñecas a las caderas y que ofrecían una enorme resistencia al viento cuando se inflaban a máxima velocidad) y extender las mangas y las perneras en forma de campana del mono en la dirección de mi avance. Pero no tuve la ocasión de hacerlo. Mientras me acercaba como una flecha a la formación, vi que uno de los chicos jóvenes había acelerado demasiado. Puede que la rápida caída entre las nubes lo hubiera amilanado un poco, al recordarle que estaba moviéndose a más de setenta metros por segundo hacia un enorme planeta, parcialmente envuelto en la oscuridad. En lugar de aproximarse con lentitud al borde de la formación, la había embestido y había obligado a todos los demás a soltarse. Y ahora los otros cinco saltadores caían dando vueltas, sin control.
Estaban demasiado cerca. Los paracaidistas dejan tras de sí una estela de turbulencias de baja presión extremadamente violenta y si otro se mete dentro, su caída acelera al instante y puede chocar contra el que hay debajo de él. Por su parte, esto puede provocar que los dos saltadores aceleren y embistan a cualquiera que se encuentre por debajo de ellos. En pocas palabras, un desastre seguro. Doblé el cuerpo y me escoré para no entrar en contacto con aquella masa de cuerpos giratorios. Maniobré hasta colocarme justo encima del «objetivo», el punto del suelo sobre el que debíamos abrir los paracaídas para disfrutar de un apacible descenso de dos minutos. Me volví y comprobé con alivio que mis desorientados compañeros habían logrado deshacer aquella letal maraña de cuerpos y estaban separándose. Chuck estaba entre ellos. Para mi sorpresa, se dirigía en línea recta hacia mi posición.
Se detuvo justo debajo de mí. Debido a lo que había sucedido, el grupo estaba cruzando la línea de los 2000 pies de altitud más de prisa de lo que Chuck esperaba. Puede que se fiase demasiado de su suerte y pensase que no necesitaba seguir las normas a rajatabla. Supongo que no me había visto. La idea me pasó durante un breve instante por la cabeza y entonces el paracaídas multicolor de Chuck brotó de su mochila como una flor que se abre. El paracaídas guía se hinchó en la corriente de aire que ascendía a su alrededor a más de doscientos kilómetros por hora y salió como una bala hacia mí, seguida por la masa del paracaídas principal. Desde el instante en que vi salir el paracaídas guía, apenas tuve una fracción de segundo para actuar. Tardaría menos de un segundo en atravesar los paracaídas y —literalmente— embestir al propio Chuck. A esa velocidad, si lo alcanzaba en un brazo o una pierna, se los arrancaría y yo me mataría. Y si chocaba directamente con él, nuestros cuerpos reventarían.
La gente dice que el tiempo se ralentiza en situaciones así y es cierto. Mi mente asistió a la acción de los siguientes microsegundos como si estuviera viendo una película a cámara lenta. En el mismo instante en que vi el paracaídas guía, pegué los brazos a los costados y enderecé el cuerpo para caer en picado, con una ligera inclinación de las caderas. La verticalidad me proporcionó mayor velocidad y la inclinación de las caderas permitió a mi cuerpo desplazarse en horizontal, primero lentamente y luego, al cabo de un instante, mucho más de prisa. En esencia, me convertí en un ala perfecta y logré pasar por delante del paracaídas de Chuck justo antes de que se abriera. Lo adelanté a más de doscientos kilómetros por hora, es decir, 220 pies por segundo. A esa velocidad, dudo que pudiera ver la expresión de mi cara. Pero si hubiera podido, imagino que habría visto una mueca de total estupefacción. De algún modo, había logrado reaccionar en centésimas de segundo a una situación que, de haberme parado a evaluarla racionalmente, habría encontrado imposible de analizar por su extremada complejidad. Y, sin embargo… había logrado resolverla, con el resultado de que los dos logramos llegar a tierra sanos y salvos. Era como si mi cerebro, enfrentado a una situación que requería una capacidad de respuesta superior a la habitual, hubiera multiplicado por un momento su potencia ¿Cómo lo había hecho?
A lo largo de los más de veinte años que he trabajado en el ámbito de la neurocirugía académica —estudiando el cerebro, observando cómo funciona y trabajando con él— he tenido la oportunidad de meditar a fondo sobre esta pregunta. Y finalmente he llegado a la conclusión de que el cerebro es un órgano realmente extraordinario, mucho más de lo que alcanzamos a imaginar. Ahora me doy cuenta de que la respuesta a esta pregunta es mucho más profunda. Pero para vislumbrar esta verdad, mi vida y mi visión del mundo han tenido que experimentar una metamorfosis completa.
Este libro trata sobre los sucesos que cambiaron mi manera de pensar sobre este tema. Esos sucesos me convencieron de que, por maravilloso que sea el cerebro, no fue este órgano el que me salvó la vida aquel día. No. Lo que se activó en las milésimas de segundo de que dispuse desde que comenzó a abrirse el paracaídas de Chuck fue otra parte de mí, una parte mucho más profunda. Una parte que podía trabajar así de rápido porque no estaba anclada en el tiempo, como el cerebro y el cuerpo. Era, de hecho, la misma parte de mí que me hacía sentir fascinación por el firmamento cuando era niño. Y no es sólo la parte más inteligente de nosotros, sino también la más profunda. Pero a pesar de ello, durante la mayor parte de mi vida adulta he sido incapaz de creer en ella. Pero ahora sí creo y en las siguientes páginas te contaré por qué…
(Extraído del prólogo del libro “La prueba del cielo”, del Dr. Eben Alexander).
…
Su Mensaje es mucho más profundo que la parte citada en este Texto, pero esta es útil para ayudar a describir y analizar la otra cara de la moneda, las “experiencias cercanas a la Vida”; ECV.
Sigamos…
…
En cierta ocasión, conduciendo una máquina de cuatro toneladas sobre un talud, estuve muy cerca de “morir”, tenía todas las papeletas, pero no ocurrió, porque como describe el Dr. Alexander, alguien que no era yo tomó el control de la situación, alguien que Comprendía a la perfección el espacio-tiempo (la Física) y lo surfeó con destreza; el tiempo se volvió muy lento cuando la máquina volcó, como FOTOGRAMAS, momento que “otro yo” aprovechó para intervenir mostrando una capacidad similar a los personajes de la película “Matrix”.
Pasado el peligro, cuando ves que estás intacto, incrédulo, vuelves a ser “tú”, pero a partir de ese momento sabes que Aquí sucede algo muy especial que no logramos Comprender, pero/porque condicionados por el Sistema, dirigimos NUESTRA ATENCION hacia cuestiones absurdas.
…
PAN y CIRCO…
Esclavos modernos para los nuevos Imperios; Estados-Prisión, donde el Bebé-ciudadano quizá logre poder elegir el que prefiere.
5 continentes, más de 200 estados, todo un Lujo…
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¡A ver zoquetes, qué no es tan complicado de entender!:
No somos Animales, no somos “abejas”, “hormigas”, ni venimos del “mono” (aunque sí, tercos como “mulas”), somos Divinidad subyugada por la MANIPULACION de unos pocos y por nuestra propia IGNORANCIA.
Nada nos diferencia física o biológicamente, como sí ocurre en las especies Animales, todos SOMOS IGUALES; en lo HUMANO, reinas, zánganos o soldados, lo son psicológicamente, porque lo “creemos”, solo existen en nuestras mentes.
¿Merecido entonces?
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Verá…
Quizá podamos tenerlo merecido, por gilipuertas, pero no me parece JUSTO, mi concepto de JUSTICIA incluye poner esta ignominia patas arriba…
¿Será esa la Verdadera JUSTICIA?
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¿Usted qué opina?
…
No me diga que sigue prisionero de ese engaño monumental llamado política…
¿Es de izquierdas, zurdo, o de derechas? ¿Facha?
Además de dividirnos a través de trampas cromáticas, nos han hecho ADICTOS al consumo y el entretenimiento, así que debemos APAGAR LA TV y alejarnos de todas esas INDUSTRIAS millonarias dedicadas en exclusiva a DISTRAERNOS de lo único verdadero e importante…
¡Qué seguimos “muriendo de tontos”, coño!…
¿DESPERTAMOS? ¿Se acabó, decimos BASTA?
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