Por Pascual Uceda Piqueras
En esta última Navidad, de cuyo nombre no quiero acordarme, no escuché por ninguna parte aquel villancico que anunciaba la presencia de la Virgen, peinándose entre cortina y cortina. En su lugar, otras cortinas, estas de humo, ocuparán ese mismo espacio con la finalidad de subvertir la figura de María por una suerte de “bafometo” imposible de peinar. Tampoco el tamborilero hizo acto de presencia en su navideña cita musical. Excluido su “ropoponpón” del programa festivo por imperativo gubernamental, se pasó al bando de la ideología woke, donde le ofrecieron un buen puesto en la batucada aporreando el surdo. Y ¿qué decir de aquella burra que se dirigía a Belén cargada de chocolate? Sí, definitivamente, y a pesar de las continuas peticiones a la Virgen: “Ay María, María, ay ven acá corriendo / que el chocolatillo se lo están comiendo”, no solo el chocolate acaba por desaparecer, sino que, al parecer, la burra y todo el villancico habrán de correr la misma suerte.
Tuve que asistir a la iglesia de mi barrio donde, cincuenta años atrás, yo mismo recibiera la Primera Comunión. Allí, presidiendo el retablo del ábside en calidad de patrón de esa nave, una imponente figura de San Miguel ensartando al dragón parecía cobrar vida bajo los acordes de un inocuo villancico popular: “Ay del chiquirritín chiquirriquitín / metidito entre pajas / ay del chiquirritín, chiquirriquitín / queridín, queridito del alma”. El párroco de la iglesia sujetaba en sus brazos un Niño Jesús recién sacado del pesebre, mientras los fieles aguardaban en fila el momento de besarlo. Pero no se dejen engañar por la aparente puerilidad de la escena que les estoy describiendo, pues, bajo el velo de esta cantinela entonada por un coro de niños, se esconde un misterio que suele pasar desapercibido a los ojos del profano: una veraz muestra del fervor popular que alimenta los corazones en permanente lucha contra la oscuridad. Porque la inocencia se halla en perfecta simbiosis con la pureza y la luz, la cual, materializada en la iconografía cristiana en esa lanza que porta el Arcángel, en su intención de ensartar a la oscura serpiente, constituye un ejemplo imperecedero de cómo habremos de combatir al mal que, ahora más que nunca, nos acecha y amenaza con cobrarse el preciado trofeo de nuestra alma.
Pareciera que estuviésemos describiendo un escenario cuasi apocalíptico: el de la universal lucha del bien contra el mal de la tradición judeocristiana. Sin embargo, y a pesar de los riesgos que ello conlleva, juzgamos que la ocasión lo merece; por ello nos adentraremos en estos terrenos fronteros entre lo fabuloso y lo real.
Algunos de entre nosotros, excesivamente críticos con las tradiciones y credos que nos han forjado a ser la sociedad que somos –qué éramos, habría que decir—, acuden prestos a señalar la falsedad de esos relatos tradicionales y la falta de provecho de lo que consideran cuentos caducos sin fundamento en la moderna sociedad de la tecnología y la información. Esos mismos, sin embargo, no obran con el mismo espíritu crítico cuando la fábula representada es de signo contrario; es decir, cuando se atenta de manera barriobajera contra nuestras tradiciones (la burla de la Última Cena escenificada en la ceremonia de los JJ. OO.) o cuando se fomenta directamente la ideología satánica (cruces invertidas adornando nuestras calles, espectáculos grotescos auspiciados por nuestros dirigentes o incluso ceremonias de corte blasfemo y oscuro, como la de las víctimas de la “plandemia” de 2020), de la mano de los adoradores del Becerro, amparados bajo el paraguas del Nuevo Orden Mundial.
La consigna antinavideña que se ha impuesto con dureza desde las instancias globalistas que rigen los designios de un mundo en avanzado estado de lobotomización, apenas deja un resquicio desde el que manifestar nuestras más arraigadas tradiciones, so pena de ser tildado de carca, negacionista o facha; que todo apelativo denigrante o soez viene bien a la hora de amenazar a la oveja con la expulsión de la manada.
En el caso concreto de España, que es el que he comprobado de primera mano, este año han saltado todas las alarmas. Nada de villancicos en las tiendas de barrio. Menos en las grandes superficies comerciales. No vi ni un solo Papá Noel donde antes campaban con sus sacos llenos de ilusiones –y que conste que siempre he sido un firme detractor de este intruso en nuestra piel de toro—. ¡Y qué decir de los Reyes Magos, el cartero real o el paje que siempre los acompaña! ¿Se habrían olvidado este año de venir? Aunque, yo me inclino más a pensar que Sus Majestades podrían haberse equivocado de estrella, dado el gran número de misteriosas luminarias que vienen cayendo de los cielos en extrañas circunstancias y sin ninguna explicación. En cualquier caso, una situación que podría relacionarse con el cambio climático –discúlpese la ironía–, como así se deduciría de la escasez de agua que presentan las actuales jorobas de los dromedarios o, pongamos por caso, la dificultad del rey Baltasar para cruzar los persistentes hielos africanos.
Confieso que, ante tal ausencia de referentes, llegué incluso a plantearme la posibilidad de que este año, como ocurre con la Semana Santa, la Navidad se habría retrasado. Pero fue una vana ilusión. La realidad vino a poner las cosas en su sitio y ante ello parece que solo cabía resignarse.
El problema es mucho más grave que el de la simple pérdida de unas costumbres arraigadas en el seno de una sociedad. Nos hallamos ante un atentado indiscriminado a la esencia de lo que somos, con la única y expresa finalidad de destruirnos como civilización. Pero llevado a efecto de manera sibilina. Con artificio y maquinación. Sin gran alboroto. Con aceptación y convencimiento de que, además, es lo mejor para nosotros y para nuestro avance como sociedad progresista consciente de nuestra elevada posición en el cosmos inteligente.
En este contexto que hemos esbozado, nuestras tradiciones navideñas están siendo borradas del mapa por obra y gracia de ese gran prestidigitador, cornúpeta irreverente y finalizador de personas que anida en las catacumbas de la sociedad, presto a clavar sus colmillos de chupasangres –como la reciente película de Nosferatu, estrenada, como no podría ser de otro modo, el pasado día 25 de diciembre– al menor asomo de oscuridad.
Dicen que el año que acabamos de estrenar se corresponde con el de la serpiente del calendario chino. Esperemos que este vacío de credo, al que se precipita Occidente confiado de la mano de sus ínclitos y sobornados dirigentes, no continúe llenándose con la baba de esa serpiente antigua que amenaza con devorarnos hasta conformar esa imagen cíclica de los tiempos, que es el ouroboros.
Defender la plena vigencia y aún entonar con espíritu de concordia y de pureza de sentimientos nuestros villancicos de siempre, festejar la Navidad, en resumidas cuentas, no es un acto baladí; pues, al darle vigencia y continuidad a una celebración tan luminosa, se convierte en un arma poderosa a la hora de frenar el avance de ese reptil que no deja de trepar a través de nuestra indiferencia, de nuestra laxitud y de nuestra inacción.
Solo un niño de barrio, que apenas me pasaba la cintura, me pidió el aguinaldo durante estas Fiestas de Navidad. Acompañado de una pandereta de plástico y entonando un villancico a golpe de balbuceo, representó sin saberlo la imagen que a mí me salvó la Navidad; porque allí seguía vivo, a pesar de su precariedad, el espíritu de toda una civilización que se resistía a ser destruida.
En todas partes del mundo han celebrado la Navidad,algunos incluso en secreto.
La coalición social-comunista de Europa,ha dificultado gravemente la celebración tradicional.
Los medios de información progresistas han sido malvados y ofensivos.
La misa del gayo no ha sido emitida en ninguna televisión,en su lugar han creado todo un esperpento de personajes odiosos y odiosas.
Gente hospitalizada en hospitales son privados de su cultura y educación católica.
Y miles de cristianos en el mundo son perseguidos y asesinados tan solo por procesar una Religión.
Da lo mismo!,al Gobierno le importa todo…un comino!.