Existe una guerra espiritual desde el principio del hombre, una batalla que todo ser humano ha de sortear fuera y dentro de sí mismo a través de dos fuerzas que luchan de manera incesante: el bien y el mal. Esta batalla, que se puede enmascarar en muy diversas ideologías y sectas, ha sido y es básicamente la misma desde el principio de la historia, sin un ápice de cambio. En este sentido analizar las razones, mecanismos y modos de resolverlo es tan complicado como entender nuestra propia conciencia, de cuyas reglas no podemos escapar.
Comencemos por el bien definiéndolo como la vida y su proceso de creación y todo esfuerzo por mantenerlo, de modo que los seres vivos tengan todas sus posibilidades de desarrollo en pro de su continuidad. La palabra sacrificio tiene mucha enjundia en este sentido ya que nuestras células mueren para que otras sigan con su trabajo. El proceso de la vida se rige por las leyes de la inteligencia y de la evolución. Lo más enigmático es que la vida necesita de la muerte para que el mecanismo siga, dado que en este plano se impone la temporalidad de todo lo que esté vivo, siendo este principio el más desconcertante y peor aceptado por la conciencia humana, la cual tiende a creer en su carácter eterno. El hecho de negar este principio básico supone una ruptura de las reglas básicas del género humano porque éste se rebela contra su propia naturaleza, la cual nunca va a poder cambiar.
La vida requiere entonces de la unión de los seres. La colaboración es un elemento esencial para su mantenimiento, algo que las fuerzas del mal nos ocultan y sustituyen por la competitividad en todos los planos (en el social, y en el personal, cuando se nos exige ser más perfectos para adaptarnos a una colectividad cuyas normas pueden ser y son en muchos casos completamente distópicas). El amor es la herramienta del bien, al servicio del todo y de la unión de todos los seres en un acuerdo de mutua protección y ayuda para la supervivencia colectiva y la evolución de la inteligencia espiritual. Todo lo que contravenga estos principios crea el absurdo, razón por la que no separarlo del mal comienza a tener sentido cuando decimos que, al decidir partiendo del mal, las soluciones a los retos de la vida se convierten no sólo en inútiles, sino además en destructivas para quien las adopta y para el resto del género humano. Por lo tanto, muchas de estas decisiones responden a una falta de consciencia y, claro, de gravísima ignorancia, lo cual no excluye la responsabilidad maligna de hacer tanto daño.
La soberbia del mal puede simbolizarse en lo que nos dice la biblia cuando nos describe el escenario en el que ciertos servidores de Dios se oponen a su reino y crean otro paralelo, negando su propia naturaleza. La soberbia del mal es arrogancia, apropiarse del conocimiento y negar, silenciar o algo mucho peor a quien osa contradecirlo: ésta es el principio del fascismo. Conceptos como la ciencia y sus postulados no se ven excluidos de este campo de batalla. Dada, por otra parte, la estupidez de sus estrategias hace que sus planes no se vean satisfechos y sus frutos no sean nunca los esperados, dado que en este plano todos los seres funcionan por las reglas de las expectativas, como células esenciales de todo el pensamiento social y del individuo dentro de su colectividad, de cara a su inclusión en la misma y en la obtención de ciertos derechos, que las autoridades convierten en legales.
Es por ello que el mal nunca descansa pues su sensación de continuo fracaso lo hace insistir y volver atacar bien en el mismo punto o buscar cuál es posible como otro de vulnerabilidad. No resiste el desafío pues eso supondría hundirlo en su ignorancia y en su nada absoluta (el ego destructivo de muchas personas no es más que una proyección del mismo). Hacer de espejo es lo más desafiante pues no hay peor visión para un monstruo que verse a sí mismo en su visión más auténtica y real; dado que todo es energía, toda queda reflejada y regresa como un boomerang agrandado. Como la esencia del mal es evitar la muerte y el firme deseo de ser el propio Dios, que es la inteligencia suprema, en una pretensión de sustituirla por el conocimiento, se entra en un bucle de autodefensa donde la visión de la vida es la perspectiva de estar rodeados de agentes enemigos, donde comunicación equivale a desconfianza e imposición, donde trato es igual a esclavitud y ésta es incompatible con calidad de vida porque es negada.
Por ende, se nos hace creer que cierta destrucción está ligada la evolución y que es necesaria (¿No suena esto a la teoría de Hegel?), que ciertas muertes, provocadas de manera injusta sin que medie culpa ni razón lógicas, son convenientes para la supervivencia colectiva y que someterse es lo mejor dado que ya nos han descubierto. No podemos olvidar que el control forma parte de las estrategias del mal, aunque sea necesario emplear la manipulación a través del engaño y el miedo hacia lo irreal e inventado. Lo más curioso es que el enemigo del mal no es el amor en sí, pues no lo sienten y, por lo tanto, no pueden percibirlo, sino la verdad, esa palabra sagrada que no aciertan a entender porque no olvidemos que todo lo que para ello suponga desconocimiento se convierte en terror del peor calibre imaginable. Cuando conocimiento equivale a saberlo todo y entender todos los mecanismos, incluso del universo, sin que ninguno se escape, dado que la duda es incompatible con la ciencia, cuando el elemento que resulte contradictorio con las macarrónicas teorías que se entrelazan para justificar mentiras no asumidas bajo principios de fuerza, que confunden con evidencias, se entiende mucho mejor cuál es la lógica de la mala fe; lo cierto es que el bien, que brilla por si mismo, es lo contrario de lo oscuro y lo oculto. En otras palabras, el mal es lo contrario de la luz y la luz ha de ser lo suficientemente fuerte e intensa como para desvelar los vacíos de quienes cayeron en sus propias trampas. No olvidemos que nunca escaparán de su muerte, la cual nunca entenderán, siendo condenados de antemano.
Es por ello que la inspiración de Cristo es lo que hay que erradicar pues supone el triunfo absoluto por encima de las reglas aparentes y falsas a las que nos han acostumbrado y que nos han rodeado de paredes de algodón y es necesario elevar nuestra conciencia por encima de lo que los sentidos nos hacen creer que es simplemente evidente, hacia la verdadera sabiduría, esa que mantiene el orden donde todas las criaturas existen.
Mas, por más que busquen la fórmula de destrucción del enemigo, los únicos que van a conseguir es su propio fin, tarde o temprano porque el orden cósmico y espiritual en el que desarrollan su propia batalla, los alimenta hasta que sean destrozados por las propias reglas que consideran herejes. El bien brilla y está por encima del mal y ya han perdido la batalla, incluso antes de planificarla.