Artículo de Alfonso de la Vega
Desde la perspectiva marxista clásica son los grandes intereses económicos, las clases sociales y sus luchas, el motor de la Historia, y la violencia sería su partera. Fuere como fuere, también la Historia nos muestra que a veces los acontecimientos más imprevistos o anecdóticos desvían el curso de la vida de los pueblos, regida por leyes misteriosas e ignoradas, que pueden resultar para el hombre una tremenda e indescifrable incógnita. Y una de ellas y muy importante es el factor personal de sus protagonistas.
¡Hay tantos ejemplos! No sabemos si el Alzamiento nacional se hubiera podido consolidar en tales condiciones de inferioridad militar sin la soberbia estulticia del rojerío frentepopulista. O si el famoso general republicano don Gonzalo Queipo de Llano, que con su audaz acción sevillana posibilitó el paso del Estrecho de tropas de África no hubiera sido consuegro de don Niceto Alcalá Zamora, y no se hubiera solidarizado con él, tras el trato ignominioso que recibiera el presidente republicano por parte del Frente Popular.
Una de las comidillas del momento actual que pudiera tener repercusiones es la de la supuesta bisexualidad del Rey Felipe VI y lo que es más importante: las consecuencias de tal condición en la política y la vida de sus pobres súbditos. En una institución anacrónica que no se basa ni en la virtud ni en el mérito personales sino en el linaje como es la Monarquía, la responsabilidad en al menos transmitir la genética dinástica debiera ser fundamental, evitando engañar al sufrido pueblo con hijos de contrabando o procedencia más que dudosa. Que si los óvulos serían de la hermana Erika, que si el semen del primo Beltrán, el hijo de doña Pilar, esto parece un circo del más difícil todavía. Todo un follón abigarrado y especulativo más propio de culebrón turco o venezolano que de una institución seria y respetable como debiera ser la Jefatura del Estado.
Sin embargo, la lamentable dinastía borbónica se convirtió en bastarda tras Carlos IV. Y luego fue recauchutada genéticamente al menos con la virtuosa reina Isabel II. En su libro Anecdotario histórico, prologado por Gregorio Marañón, Natalio Rivas cuenta una curiosa anécdota de su reinado, trasmitida por el ministro de gobernación del momento, Antonio Benavides. Tras una nueva pelea entre la reina Isabel y su consorte el primo Francisco de Asís, homosexual declarado que permitía cuernos constantes a cambio de privilegios y prebendas, reconociendo como suyos los hijos de no se sabe quién, el ministro Benavides fue comisionado por el gobierno para que visitase al rey consorte en el palacio del Pardo, la Angorilla de la época, donde se había refugiado con alguno de sus amantes y su camarilla personal de cortesanos complacientes. En efecto, el comportamiento libidinoso de la reina, los descarados alardes del favorito de ese momento, el general Serrano, trajeron la inevitable ruptura del matrimonio regio.
La misión imposible de tan pintoresca embajada del ministro Benavides ante el marido copiosamente adornado era intentar convencerle para que regresase al Palacio Real junto a la descontrolada reina Isabel y evitar el escándalo social. Aunque en el fondo de lo que se trataba era que el marqués de Salamanca pudiese ganar tiempo para con la aprobación del tratado de los algodones salvar una situación financiera personal muy comprometida.
El diálogo entre el ministro y el rey consorte debiera figurar con todos los honores y merecimientos en la vasta e interminable historia del esperpento borbónico. Don Natalio lo cuenta con todo lujo de detalles:
El rey consorte: “yo no he repugnado entrar en el camino del disimulo; siempre me he manifestado propicio a sostener las apariencias para evitar este desagradable rompimiento; pero Isabelita, o más ingenua o más vehemente no ha podido cumplir con este deber hipócrita, sacrificio que exigía el bien de la nación. Yo me casé porque debía casarme, porque el oficio de rey lisonjea; yo entraba ganando en la partida y no debí tirar por la ventana la ocasión que me brindaba, y entré con el propósito de ser tolerante para que lo fueran conmigo, para mí no habría sido nunca enojosa la presencia de un privado.
En esto le interrumpió Benavides para decirle: “Permítame Vuestra Majestad en que observe una cosa: lo que acaba de afirmar en cuanto a la tolerancia de un valido está en contradicción manifiesta con vuestra conducta de hoy, porque según veo la privanza del general Serrano es lo que más le retrae para entrar en el buen concierto que le solicitamos.»
Entonces el rey con singular entereza respondió: “No lo niego; ese es el obstáculo principal que me ataja para llega a un acuerdo con Isabelita. Despídase al favorito y vendrá seguidamente la reconciliación, ya que mi esposa la desea. Yo habría tolerado a Serrano; nada exigiría si no hubiese agraviado a mi persona, pero me ha maltratado con calificativos indignos, me ha faltado al respeto, no ha tenido para mí las debidas consideraciones, y por tanto le aborrezco. Es un pequeño Godoy que no ha sabido conducirse, porque áquel, al menos para obtener la privanza de mi abuela, enamoró primero a Carlos IV.”
Se deduce que Serrano, el general bonito, no aceptó las condiciones de complacer también al indignado marido pues no hubo trato ni truco. Y el consorte se atrincheró en el Palacio del Pardo.
Lecciones de la Historia, los entretenidos y vistosos escándalos actuales, con los necesarios ajustes que fuesen de rigor, entrarían con todos los honores en la más rancia tradición político erótica borbónica.
Para algunos ahora también habría un trío amoroso, aunque de hipotética composición variable. Para otros se trataría de póker o repóker o requete-repóker con varios oportunos comodines de igual servicio. Todos estarían en el ajo, por unas u otras conveniencias personales que desde luego no patrióticas, aunque la soberbia, la ambición, el esplín palaciego, o el furor uterino desatado puedan dar lugar a que al final se terminase rompiendo el lucrativo cántaro.
La Providencia nos ayude.