ESCRIBÍ ESTE ARTÍCULO A PETICIÓN DE MIGUEL PEDRERO PARA LA REVISTA “AÑO CERO”, UNOS DÍAS DESPUÉS DE LA PARTIDA DE SALVADOR FREIXEDO EN OCTUBRE DE 2019. HOY, 23 DE ABRIL, DÍA DE SU NACIMIENTO, HE QUERIDO RECORDARLO Y COMPARTIRLO. HAN PASADO CUATRO AÑOS Y SEIS MESES. NO SÉ SI ES MUCHO O POCO. ¿ALGUIEN LO SABE? ¿EXISTE UNA MANERA DE MEDIRLO?
Llevo más de una hora frente al ordenador, abriendo y cerrando archivos, dando vueltas, haciendo tiempo a ver si las musas se apiadan de mí y me inspiran. Miguel Pedrero me pidió que escribiese sobre Salvador Freixedo para el número de este mes, y a eso voy. ¡Pero qué digo! No suelo encontrar dificultad ante un micrófono, el mítico folio en blanco o la pantalla vacía de mi Word. Jamás me asalta la duda sobre qué decir o qué escribir. Sin embargo, ahora es distinto. Tengo que hacerlo desde lo más profundo de mi ser y abrir el muro del corazón para hablar de la persona con quien viví más de treinta años; de la que fui esposa, amante, amiga y todo lo imaginable de una pareja que llegó a tal grado de compenetración que, a veces, parecíamos uno. Por eso, en estos momentos, me vienen a la memoria las palabras que el filósofo y escritor francés Michel de Montaigne escribió tras la muerte de su amigo y gran amor, La Boétie: “Je l’aimais parce que c’était lui, parce que c’était moi”. (Lo amaba porque era él, porque era yo”). Y añade: “… estaba tan acostumbrado a ser los dos uno, que ahora siento que soy solo medio”. Lo traigo a colación porque yo siento eso por momentos, sobre todo, si dejo que la mente me dirija y me sumerja en la tortura de la pérdida. He de confesar que el hecho de llevar tantos años de entrenamiento, trabajando la espiritualidad, el alma, la trascendencia, interiorizando que somos espíritus inmortales viviendo una experiencia terrenal, sirve de colchón a la hora de apaciguar golpes tan traumáticos como la partida de un ser querido, en este caso el que compartió conmigo todo lo compartible.
Se me hace difícil escribir sobre él, precisamente, porque tengo mucho que decir. Me gustaría resaltar aspectos menos conocidos o no tan notorios de los que solo los más allegados pueden dar fe. Por fuera, muchos conocen a Salvador Freixedo, su imagen pública; por dentro, muy pocos. Sus charlas, chascarrillos, chistes, anécdotas, incluso su voz entrecortada por la emoción al hablar de ciertos temas, ahí están a disposición de todos. Sin embargo, lo mejor de Salvador lo encontramos en su día a día, su sentir cotidiano, los off the record, su humanidad, su manera de enfocar la existencia, el mundo de las pequeñas cosas, el asombro constante.
Hemos vivido una vida plena, hemos disfrutado como locos, viajando a destajo durante mucho tiempo y de manera más tranquila y sosegada en los últimos años; leyendo, escribiendo, compartiendo proyectos e ideas, jugando al scrabble, hablando durante horas los dos o con amigos, con nuestros perros y gatos, nuestro jardín con un estanque de carpines dorados entre las flores, y nuestro monte con árboles y bolos graníticos; tomando chocolate a las tres de la mañana, levantándonos casi a la hora de comer, poniendo el mundo por montera y haciendo lo que nos daba la gana. Hemos gastado la vida viviéndola con mayúsculas.
La vida de Salvador es la antítesis de la monotonía. Fue la oveja negra de la familia, si se juzga desde el inmovilismo provinciano, o una luz en el camino del despertar, si se contempla desde el universo actual, más abarcador y completo, en un momento evolutivo distinto. Fue un antisistema inconformista e indomable, pacifista en la acción, pero revolucionario en las ideas que deben cambiar el mundo.
Llevaban años pidiéndole que escribiese sus memorias. Colegas y amigos, incluso alguna editorial, querían ver su historia en forma de libro. Él siempre se negó. Decía que le daba pereza, pero yo creo que era una cuestión de humildad. Consideraba que escribir de uno mismo era un acto narcisista y egocéntrico que no podía formar parte de la agenda de una persona medianamente evolucionada. Siempre he dicho que nunca conocí a nadie con menos ego que él. Nunca se daba importancia, jamás presumía de nada, sabía que todo era efímero. Solía decir que prefería el usufructo a la propiedad. A mí me sonaba raro, pero con el tiempo comprendí que tenía razón, porque lo que no se puede llevar al otro lado, carece de importancia. Yo también lo animaba a poner por escrito sus vivencias, de las que también formo parte, pero siempre recibía la misma respuesta: “Magdalena, lo poco o mucho que tengo que contar ya lo hago en los libros y en las charlas”. Pero no es así, en realidad. Quizá porque lo más interesante es lo que no se publica, sino lo que se cuenta en petit comité, o se mantiene en secreto en el corazón hasta que encuentra una situación favorable y aflora.
Sin pretenderlo, Salvador siempre tuvo una gran facilidad para captar la atención. Allí donde estuviera, siempre era el protagonista, ya desde los tiempos de estudiante. Siempre fue un líder, con muchas ideas y gran capacidad de organización. Cuando contaba alguna de sus anécdotas, casi siempre basadas en hechos vividos por él, al terminar solían preguntarle si eso lo tenía escrito. Cuando respondía que no, quitándole importancia, siempre se oía algún ¡qué pena, pues deberías escribir sobre ello!
En vista de que Salvador no iba a escribir sobre sí mismo, he afrontado yo el reto. Fue Roberto Pinotti quien, una vez que coincidimos en Brasil, me dijo: “Si Salvador no pone por escrito sus vivencias, hazlo tú”. Me pareció buena idea y al volver del viaje me puse a ello. El libro lo empecé hace unos años y lo dejé reposar, pero ya está casi terminado. Su publicación la haremos coincidir con un documental sobre su vida, que también está en marcha. El título fue una inspiración: Salvador Freixedo. Una vida entre dos mundos. Me llegó estando en alfa y tiene doble interpretación. Por un lado, su mundo de aquí, el niño gallego burgués de familia pudiente de la España conflictiva y gris de la guerra y la posguerra, y el mundo americano en el que habría de desarrollarse como persona y como personaje. Por otro lado, también alude el título a los dos universos en los que Freixedo navegó siempre: el mundo físico, racional y mental del comer, trabajar y pensar, frente a lo intangible, ultradimensional, espiritual, el mundo de lo paranormal, los ovnis, los fantasmas, las curaciones imposibles, las ECM, el espiritismo y todo aquello que no se aprende en las universidades, sino que llega a través de un “clic” misterioso que no sabemos bien cómo ni por qué se activa.
Los 96 años y seis meses de la vida de Salvador Freixedo son intensos y trepidantes, a menudo en la frontera de los extremos. Unos dicen que es polémico y controvertido; otros lo tildan de excéntrico o de visionario; pero todos coinciden en que era una persona íntegra. Y están en lo cierto. Era generoso, amigo de ayudar siempre que podía. No era nada sensible a la crítica; no solían influirle las opiniones, tanto si eran muy favorables como si eran lo contrario. Era bastante indulgente y tolerante con los defectos humanos y siempre encontraba la parte buena de las personas y un motivo para disculpar sus errores. En muchas cosas, seguía siendo un jesuita. Una de las cualidades que yo siempre valoré es que siempre luchó por ser independiente, por no seguir consignas de nadie y no poner precio a su libertad. Esto ha tenido sus pros, pues siempre ha podido seguir los mandatos de su razón; y también sus contras, porque la Libertad con mayúscula tiene algunos inconvenientes, como es el veto y la crítica constantes por parte de las instituciones e incluso de quienes decían ser amigos. Pero lujos como este bien merecen ciertos sacrificios.
He sido siempre su fan número uno, lectora de sus libros y seguidora de sus ideas. Por eso quise conocerlo en persona y, con esa intención, acudí a un programa de la cadena Ser, en Gran Vía 22, un frío 20 de noviembre. El locutor no se imaginaba en ese momento lo importante que iba a ser en nuestras vidas. Hablo del inicio de nuestra historia en el libro, porque formo parte de su vida. Él decía que yo era el gran regalo que le tenía reservada la vida, su mejor anécdota. Me lo decía muchas veces y lo dejó plasmado en varios sonetos que me dedicó.
Entre nosotros ocurrió algo muy mágico. Mi intención era hacerle una entrevista, pero empezamos a hablar y, de pronto, caí en la cuenta de que era él quien me estaba haciendo un interrogatorio. Cuando terminó el programa, en uno de los libros, debajo de la dedicatoria me apuntó su número de teléfono.
Curiosamente, vivíamos en el mismo barrio y al día siguiente lo llamé y quedamos para hacer la entrevista. Pasamos unas cuantas horas de charla en el Wendy que había en la Plaza de Roma. Allí descubrí cuánto le gustaba el helado de chocolate. Me dio una serie de consejos, entre ellos, que tenía que tener cuidado a la hora de elegir a la persona para casarme. Yo tomaba esto como simples advertencias paternalistas propias de una persona mucho mayor que yo. Al segundo día, me llevó el manuscrito de Defendámonos de los dioses, que iba a publicar. Quería mi opinión y yo no cabía en mí de gozo por la relevancia que él me estaba dando. Al tercer día de vernos, yo tenía mariposas en el estómago y sentía que no acababa de llegar la hora de la cita. Cuando lo vi aparecer con su gorra negra, sus patillas asomando y un montón de libros y de papeles en las manos, me entró un estremecimiento. Esto no es una novela, pero en ese momento supe que había encontrado al hombre de mi vida. Y así fue. Nadie apostaba por nuestra relación, pero se equivocaron. Yo también fui la mujer de su vida y sé lo mucho que me quiso. También tuvimos nuestras discusiones y enfados, pero nunca nos dormimos sin hacer las paces y perdonarnos.
A pesar de que yo estaba acostumbrada a salir con chicos jóvenes, nunca vi a Salvador como un hombre mayor, quizá porque siempre fue muy jovial, de mente muy abierta, con mucha energía, y su actitud era la de avanzar. Siempre tenía los últimos artilugios electrónicos. En cuanto a las ideas, ocurría otro tanto. Tenía el radar enfocado para captar lo que podía ser interesante y compartirlo. Por su recomendación, muchos leímos a Fritjof Capra y a los físicos cuánticos –sin ser estos sus temas estrella—, o nos sumergimos en el mundo de la radiónica que, como él decía, es un puente entre la magia y la física. Hoy hablamos de Dios como de algo más relacionado con la física cuántica y en eso también Freixedo puso su granito de arena. Recuerdo el final de alguna conferencia cuando se emocionaba al hablar de los “pequeños ladrillos” del hierro que eran intercambiables con los de la mantequilla.
Freixedo era muy parco a la hora de escribir, salvo cuando le salía la vena poética y plasmaba cosas como: “Hombre mortal, mota de polvo, copo de nieve, voluta de humo que brillas un instante…”. Solía ir al grano en sus descripciones. Por eso muchos de sus casos parecen descarnados. Sobre esto hablábamos mucho. Yo le decía que estaba bien lo de: “Llegué, vi, vencí”, pero que alrededor de cada verbo había toda una historia que merecía la pena contar. Él me decía que le gustaba mi manera de escribir con mis adjetivos y metáforas, pero que él lo hacía como sentía.
Suelen preguntarme sobre los inicios de mi vida con Freixedo, ya casados. Para mí supuso la entrada a un mundo fascinante, con países nuevos y personajes increíbles: unos hacían curaciones extraordinarias, otros daban talleres sobre temas raros, algunos creaban tormentas, como el chamán Don Lucio a quien conocí con Jacobo Grinberg, o practicaban el nahualismo, como Gaudencio Tepancatl (este me producía una sensación extraña). A Iván Trilha lo vi hacer una operación con unas tijeras en un hotel de Barcelona y casi me desmayo. En esa ocasión también estaba presente Andreas Fáber-Kaiser. Pero Salvador cuenta cómo en México, también con unas tijeras, Iván le cortaba un enorme carcinoma a una mujer mientras el parapsicólogo Hans Bender recogía los trozos para llevarlos a su laboratorio de Friburgo donde tenía su cátedra de Parapsicología.
Antes de aparecer yo en su vida, él conoció a María Sabina y sus “niños santos”, a Don Luisito que levitaba atado al sillón, a Pachita que interactuaba con la “lattice” del espacio tiempo, a Lupe, al tigre Aguirre que tenía colas kilométricas o a René Santaella, que nos regaló una patata trepadora. También había visto operar a los espíritus en Minas Gerais, incluso sintió cómo una especie de ectoplasma medio viscoso, que no tenía piernas, le tocaba la cabeza. Antonio Sales le operó el oído izquierdo por el que estuvo oyendo al cien por cien durante veinte años. Fue una intervención increíble a base de tijeras y martillo. José Carmen era otro personaje fascinante, que cultivaba hortalizas gigantes con una fórmula supuestamente “extraterrestre”. Pero quizá el personaje con una historia más fascinante sea Juan Moricz quien me recibió con los brazos abiertos y se prestó a contarme con un sinfín de detalles su vida y hallazgos en los túneles de los Andes y sus habitantes del interior. Salvador tuvo con él vivencias muy interesantes cuando estuvieron acampados en Vilcabamba, y en varios viajes que hicieron por la sierra andina en un recorrido en el que Moricz le mostraba las minas de oro –en las que Salvador había invertido algún dinero—, y creo que alguna de las entradas inaccesibles a las cuevas. Moricz tenía un despacho separado de otra estancia por una pared movible y una especie de zulo, que casi nadie conocía, donde guardaba objetos de oro increíbles. Nos pidió que no hiciéramos fotos, pero sí pudimos tocarlos. No nos dijo de dónde provenían, pero Salvador me dijo después que eran de los túneles, que se lo había comentado en varias ocasiones. Siempre nos preguntamos qué habría sido de todo eso, tras la muerte de Moricz de manera extraña.
Me sorprendía la cantidad de amigos de verdad que Salvador había ido haciendo a lo largo de su vida, todos muy buena gente. Algunos eran extremadamente pobres, y otros de elevado poder adquisitivo, que ponían a nuestra disposición no solo su casa, sino coche, chófer e incluso su avión privado. A él le gustaba mucho volar, el ala delta y todas las aventuras relacionadas con la libertad. Durante un tiempo pensamos incluso comprar un globo. ¡En serio!
A pesar de todo, Salvador nunca se arrepintió de haber entrado en la Orden de los Jesuitas. Lejos de pensar que había sido un error, estaba muy agradecido. Tenía la sensación de que todo había ocurrido a su tiempo, incluso el conocerme a mí. Estaba muy orgulloso de sus grupos de la JOC, con los que siempre mantuvo relación.
Muchos me preguntan por sus momentos finales. Para no dejar lugar a la leyenda, y dado que muchas personas me han preguntado sobre el particular, quiero decir que, en el mes de mayo, Salvador fue ingresado por una insuficiencia cardiaca. Cuando le dieron el alta, yo tenía la esperanza de que poco a poco fuera mejorando y recuperando la movilidad que había ido perdiendo, sobre todo, después de haber tenido una fractura de uno de los tendones del triceps. Pero pasaron los meses de junio, julio y agosto sin una mejoría sustancial. Tenía días que me hacían mantener viva la esperanza, porque se levantaba, se sentaba en el ordenador a escribir, contestar correos, hacer su soneto diario y leer la prensa, y así pasaba varias horas. Desde siempre, tenía por costumbre leer a diario los periódicos de las naciones más importantes, en castellano y en inglés. Siempre estaba al día de la cotización del yen y el dólar y de la política internacional. Durante estos meses, en lo intelectual podía hacer vida casi normal, pero sentado. En cuanto realizaba cualquier actividad, por pequeña que fuese, se fatigaba. Septiembre fue un mes malo. Perdió casi por completo el apetito y ni siquiera sus platos preferidos le hacían gracia, incluido el tiramisú o las milhojas de merengue. Empezó a decirme que sentía que su vida en este plano había terminado, que quería irse y que estaba preparado desde hacía tiempo. Pensé que podía estar deprimido, pero no. Quería irse de verdad. Salvador era un gran creyente en el más allá, más que creyente yo diría que “sapiente”; tenía la evidencia de que somos inmortales y que pasamos por diferentes etapas en distintos planos, niveles vibracionales o dimensiones. “Nadie sabe nada del más allá”, solía decir. Él sentía curiosidad y estaba esperando que llegara el momento. Una noche de septiembre, cuando yo me estaba acostando, me dijo: “Ojalá me vaya esta noche. Solo siento el susto que vas a llevarte mañana si me hablas y no te contesto”. Yo le decía medio en broma: “Si sientes que te vas, dímelo para darte la mano”. Hablar de la muerte, sin el componente trágico acostumbrado en nuestra cultura, era común entre nosotros.
Seis días antes de irse, se levantó, se sentó en el ordenador y estuvo corrigiendo unas cuantas páginas de las galeradas de Jesucristo. ¿Quién fue?, su último libro. También contestó algunos correos y guardó archivos en un pendrive blanco. Después se volvió a la cama. Dijo que estaba cansado, que le pesaban los brazos y que como mejor estaba era tumbado, bien tapado y en silencio. Lo arropé como tenía por costumbre y le pregunté si estaba bien. Me contestó: “Como en el cielo”. Solía decirme eso muchas veces. Le encantaba taparse completamente incluso la cabeza aunque fuera verano. Le gustaba mucho el calor. En Puerto Rico, él disfrutaba cuando se sentaba en el coche después de haber estado horas aparcado al sol. A mí me era imposible entrar mientras el aire acondicionado no lo hubiera refrescado, pero a él le encantaba. Yo le decía que el tema del frío-calor lo traía de otra vida. Siempre decía que solo temía a dos cosas: al dolor y al frío. No sufrió por ninguna de las dos. Sus dolores nunca llegaron a ser tan intensos que no se paliaran con un analgésico corriente de los que hay en todas las casas. Cinco días antes de partir, yo estaba tomando mi café sentada a su lado en la cama, cosa que hacía casi a diario, y me dijo: “Magdalena, siento una profunda pena por ti, porque estás empeñada en cuidarme para que mejore, y-yo-no-quie-ro-me-jo-rar. Quie-ro-irme”. Me lo dijo separando las sílabas enfáticamente. Me quedé mirándole, completamente resignada, y las lágrimas empezaron a rodar por mi cara. Sabía que quería irse, pero nunca lo había verbalizado de manera tan contundente. Supe que le había llegado su hora. Me dijo: “No llores. Siento que voy a estar mejor que aquí. Además, tengo que dejar que tú sigas avanzando. En los últimos meses tienes todas tus cosas paralizadas porque todo el tiempo se te va en atenderme. ¿Crees que no me doy cuenta de que vives exclusivamente para mí?”. Sus palabras me hicieron llorar aún más y le repetí cuánto significaba para mí. Nos abrazamos fuertemente y le dije que si tenía que irse, que se fuera tranquilo, que yo me quedaría tranquila también. Cinco días después, se fue, en paz. Hay otros pormenores muy interesantes relacionados con los últimos momentos, pero lo contaré en otra ocasión. Solo decir que, reflexionando después, creo que retrasó su partida porque sentía pena por mí. Yo no era capaz de “soltarlo”, de dejarlo ir.
Doy gracias a Dios por los años vividos con Salvador en este plano. Sé que él sigue evolucionando hacia lo alto, hacia ese lugar o estado donde no existen las limitaciones del tiempo y el espacio y, al mismo tiempo, lo siento conmigo. Son palabras escritas desde el corazón, algunas quizá demasiado íntimas para ser expuestas, pero es lo que ha ido fluyendo casi de manera automática.
Gracias Magdalena por descorrer el velo de tus recuerdos íntimos con ese enorme Ser que fue, que es Salvador Freixedo. Ante tus palabras, emoción, respeto admiración y… una cierta envidia, por qué no decirlo. Sóis dos seres extraordinarios tanto juntos como separados. Expectante por la publicación de ese libro. Gracias de nuevo por tu generosidad.
Magdalena, sin de, el más hermoso de todos los artículos que te he leído (y que son bastantes). Puedes dar gracias a Dios (sé que lo haces) por haber puesto un compañero de viaje de tanta sabiduría y bondad en tu vida.
Un beso muy especial
Josele Sánchez
Cabrona, me has hecho llorar
Maravillosa pareja de seres de luz que tanto necesitamos.
Gracias Magdalena por esta forma tan bella de relatar tu maravillosa historia junto a Freixedo, una historia de verdadero amor que trasciende el tiempo y el espacio.