Por Alfonso de la Vega
Se cumple ahora un siglo desde la publicación de una de las obras más importantes de la literatura europea contemporánea. Me refiero a La montaña mágica de Thomas Mann en el escenario hoy tristemente célebre de Davos.
Una obra que en otro momento comparé con Pabellón de reposo, la de otro Nobel, Camilo José Cela, de tema similar. Pero si la de nuestro compatriota es desoladora la del alemán ofrece al menos la esperanza de la incertidumbre.
El tema y los escenarios vienen a ser los mismos, el sentido de la vida, el amor, la esperanza, el sufrimiento y la muerte, en un tiempo singular y en escenario de sanatorios de cumbres nevadas, en una suerte de nueva acrópolis del espíritu, medio cubierta por un sudario húmedo y blanco. Fatal aunque de formas exteriores cambiantes. Sean Davos en Suiza o la Sierra de Guadarrama en Castilla. Si el paso del tiempo azoriniano se asociaba al paso periódico de Una Lucecita roja, aquí se hace al chirriante de una siniestra carretilla en la que escondidamente se trasladan los cadáveres.
Un espacio y un tiempo diferentes de los profanos, al contacto con lo numinoso y lo sagrado. Con el sufrimiento y la introspección psicológica que causa. Sin embargo, el desarrollo estético y, al cabo, la actitud para enfrentar las cosas y la aptitud para entenderlas, parecen diferentes. Además del propio genio e inspiración personal de ambos autores, creo que cabe entenderlas en relación con las dos diferentes culturas o marcos intelectuales en las que han nacido y crecido.
Pabellón de reposo no tiene la sólida arquitectura narrativa de la novela de Mann. Es una novela más coral o comunitaria, en la que las desdichas, relaciones y amoríos frustrados de los enfermos no distinguen una clara pareja protagonista ni desarrollan, como en el caso de Hans Castorp y Clawdia Chauchat un conflicto amoroso o incluso una cierta iniciación al mundo de la madurez. En la obra de Cela los pacientes son números, los de sus habitaciones y sus relaciones aparecen más bien esbozadas.
Mann nos da nombres y apellidos de los que viven, se preguntan o sufren. Sin embargo, para algunos críticos el autor alemán abusa de adornos o se equivoca desde el punto de vista estético al introducir disquisiciones políticas o ideológicas lo que distrae al lector de la cuestión principal o alarga demasiado la narración. Una forma de escribir propia de Mann con sucesivas ramificaciones y frondosidades desde el tronco principal. Quizás porque él mismo se califica de esteta atraído por el abismo y en tales frondosidades capaces de permitir posar pájaros estéticos pueda también encontrar algo en lo que asirse. En cambio, lo de Cela acaso posee una mayor tensión dramática en su brevedad y desnudez formal.
También lo son las diferentes formas de enfrentar el problema de lo numinoso. En los desolados personajes del Pabellón se manifiesta una religiosidad ortodoxa, amanerada, convencional dentro del Catolicismo, lo que no estorba sino que agranda las profundas y dolorosas dudas existenciales de los personajes, ni su alternancia entre rebelión y resignación ante el silencio de Dios. La carretilla de transporte de ataúdes es símbolo de esa materialidad descarnada contrapunto de una religiosidad amanerada.
Pero, en cambio, a Hans Castorp, el principal protagonista de La Montaña mágica, no le basta el dogma establecido y vence su inicial repugnancia a emplear recursos metapsíquicos, incluso espiritistas, para indagar acerca de la suerte de ultratumba de su fallecido primo Joachim. Durante su estancia en Davos es solicitado por diferentes fuerzas más o menos profundas o encontradas. De tal perplejidad le saca un hecho aparentemente fortuito. Con ocasión de una arriesgada excursión donde se extravía entre la nieve y la niebla durante la que está a punto de perecer sino extrema su lucha, tiene un extraño sueño que le hace comprender que el hombre no debe permitir que la muerte se enseñoree de su pensamiento porque tal es el mandato de la bondad y del amor. Y, en consecuencia, debe aplicar su voluntad a tal fin. El episodio pudiera tener que ver con misma biografía de Mann. Tanto él como Goethe habían experimentado una especie de azul iniciación mediterránea tras su visita a Italia.
Cela no muestra revelaciones parecidas en sus personajes, en los que el sufrimiento no acaba de ilustrar una comprensión metafísica. No obstante, existen importantes relaciones históricas de fondo entre las culturas española y alemana. Kant nos hace comprender la imposibilidad del conocimiento del noúmeno o Causa en Sí para la criatura atrapada en el fenómeno. Sin olvidar la referencia al espíritu, según el famoso Tractatus de Wittgenstein: “7. De lo que no se puede hablar mejor es callar”.
Pabellón de reposo es un libro desolador, La Montaña mágica mantiene un cierto tono optimista pese a las diferentes vicisitudes a las que no son ajenas la muerte. Una está escrita en el ambiente sombrío de la cruel posguerra española. La otra durante los felices años veinte, aunque no tan felices para la Alemania de entre guerras, con sus promesas más o menos arrumbadas de cambios sociales, estéticos e institucionales. Ambas son grandes obras de sendos Premios Nobel.
Puede que todo se deba a diferencias de genio o talento personal de ambos artistas. Pero el marco intelectual de una y otra creación también es diferente. La brillante antigua filosofía medieval española acaso cegó sus fuentes tras la prepotencia escolástica y el monopolio eclesiástico sobre las conciencias. La autoridad versus la propia investigación de la experiencia.
En las palabras finales de Mann:
“¡Vas a vivir ahora a caer! Tienes pocas posibilidades; esa danza terrible a la que te has visto arrastrado durará todavía algunos cortos años criminales, y no queremos apostar muy alto que puedas escaparte. Si hemos de ser francos, nos tiene sin cuidado dejar esta cuestión sin contestar. Las aventuras de la carne y del espíritu, que han elevado tu simplicidad, te han permitido vencer con el espíritu lo que no podrás sobrevivir con la carne. Hubo instantes en los que surgió en ti un sueño de amor, lleno de presentimientos – sueño que “gobernabas” -, fruto de la muerte y de la lujuria del cuerpo. De esta fiesta mundial de la muerte, de esta mala fiebre que incendia en torno tuyo el cielo de esta noche lluviosa, ¿se elevará el amor algún día?
Un siglo después, con las mismas y otras amenazas también nos lo preguntamos: ¿Lo hará?