Por Alfonso de la Vega
Existe una natural preocupación por el efecto que una dieta inadecuada tiene en enfermedades vasculares y en la salud en general de la población. Pero la actual ofensiva sobre la dieta por parte de los grandes monopolios y poderes financieros no se basa en inquietudes de salud sino que busca pretextos de carácter falsamente medioambientales para provocar un cataclismo también en este ámbito vital.
En la sociedad actual no podemos sustraernos a la influencia de la potente industria agroalimentaria que condiciona nuestros hábitos y nuestras relaciones sociales y económicas, sin olvidar los impactos ambientales asociados a la agricultura y ganadería intensivas. No sin un cierto voluntarismo, unos hablan de recuperar la “dieta mediterránea”. Otros proponen como remedio la recuperación de la llamada “dieta atlántica”, o tradicional del Norte de la zona litoral, en la que el pescado tiene un componente fundamental. Sin embargo, la cuestión que es realmente compleja, y en la que tiene que ver tanto los hábitos alimentarios, las condiciones sociales, cuanto los cambios producidos en los sistemas de producción agrícolas y ganaderos occidentales.
Nuestra opinión es que, en el caso de España se ha venido sustituyendo en exceso la proteína de origen vegetal en la dieta por otra de origen animal, y, además, de animales monogástricos, aves, porcino, alimentados con piensos compuestos, (grano, soja, etcétera), alimentación ésta que también se emplea para los rumiantes, obviando la capacidad de utilización, gracias a la peculiaridad de su sistema digestivo, de los recursos pascícolas que se hallan crecientemente infrautilizados. Las leguminosas de pienso, forrajeras tales como la veza, la esparceta o pipirigallo, el trébol blanco o rojo, la alfalfa, o de grano como el haba, el altramuz o el guisante también son muy útiles en la alimentación del ganado.
La proteína vegetal sustituida era la aportada antes por las leguminosas de consumo humano, magníficos elementos de nuestra dieta y cocina tradicionales, extraordinarios pilares de nuestra gastronomía tradicional: garbanzos, judías, lentejas, habas, guisantes… La sustitución es provocada tanto por razones de consumo: comida rápida o basura, modas, neomarxismo cultural con sus cambios sociales inducidos de provisionalidad, indigencia contra la tradición, disgregación familiar, sobrecarga de trabajo de la mujer, etcétera, cuanto por razones técnicas productivas, dificultades de mecanización de la recolección, empresariales, falta de personal, disminución del valor añadido (y de la energía empleada) para las grandes transnacionales.
La relegación de las leguminosas resulta lamentable tanto para la salud de las gentes como de nuestros suelos, puesto que, asociados a las leguminosas, existen unos microorganismos capaces de fijar el nitrógeno atmosférico, es decir de abonar de modo natural nuestros campos, con el consiguiente ahorro energético. De hecho, en las rotaciones tradicionales producto de la experiencia en la gestión del suelo, el cultivo de alguna leguminosa era lo habitual antes del de cereales para aprovechar la fertilidad natural dejada en el suelo. La pérdida de biodiversidad, o el aumento de matorral y entropía también se asocian a estas cuestiones relacionadas con la ruptura de ciclos.
Pero el abuso energético en el sistema agroalimentario occidental no acaba en el descenso de la producción de leguminosas para el consumo humano. Según los diferentes animales y modos de producción, la obtención de una unidad de proteína animal requiere el empleo de no menos de seis o siete de origen vegetal. El drama es mayor cuando parte de esta proteína no procede de recursos pascícolas sino de grano, de modo que el ganado alimentado de tal modo, aunque fuera rumiante y por tanto pudiere aprovechar los pastos a diente o por sistemas parecidos a los tradicionales, está quitando alimentos directamente válidos para la alimentación humana. Para colmo, la moda de los biocombustibles suponía añadir otro competidor, los motores de explosión, actualización mayor que la correspondería antes a los animales empleados para tracción mecánica. Y esto, además, en una situación esquizofrénica en que se fomenta la desertización de las tierras sin habitantes ni ganados, la España vaciada, y a la vez la producción de ganado sin tierras.
Otro aspecto curioso con graves consecuencias para la dieta es la recesión de la producción hortofrutícola tanto en Galicia como en casi toda la Cornisa cantábrica. Cosa especialmente notable cuando habría que buscar alternativas viables al sector ganadero hoy atacado por animalistas, pseudo ecologistas, veganos y demás estrafalarias nocivas tribus urbanas. Existen condiciones ecológicas para ello, pero, también, las lacras endémicas del sector agrario gallego: atomización y dispersión de las explotaciones, falta de dimensionado y productividad, ausencia de experimentación, investigación aplicada y mejoras, infraestructuras de comercialización y conservación insuficientes. Falta de suficiente sensibilidad para acomodarse a la demanda en calidad y cantidad. En zonas de latifundio del centro y Sur de España, el problema principal estaría en la falta de personal para atender las explotaciones ganaderas, sobre todo extensivas, in situ. de modo que gran parte del patrimonio energético renovable derivado de la fijación del carbono atmosférico mediante la fotosíntesis que daría combustible a la producción ganadera extensiva se pierde.

