La noticia de la muerte de uno de los implicados en uno de los crímenes más oscuros y silenciados de la historia de ETA ha reavivado el dolor y la indignación por el destino de tres jóvenes gallegos desaparecidos hace más de medio siglo. En 1973, la organización terrorista secuestró, torturó y asesinó a Humberto Fouz Escobero, Fernando Quiroga Veiga y Jorge García Carneiro en San Juan de Luz (Francia), haciendo desaparecer sus cuerpos para borrar cualquier rastro. ETA nunca reivindicó ni negó el atentado, que se considera un error grotesco: los jóvenes no eran policías, como creyeron los etarras, sino simples trabajadores gallegos disfrutando de una noche de cine. Hoy, con el fallecimiento de este verdugo, las familias insisten: ni olvido ni perdón.
El 24 de marzo de 1973, España vivía los estertores del gobierno de Franco. Los tres amigos, todos originarios de A Coruña pero residentes en Irún (Guipúzcoa), decidieron cruzar la frontera para evadir la censura. Humberto Fouz, de 29 años y empleado en una empresa de transportes; Fernando Quiroga, de 25 y agente de aduanas; y Jorge García, de 23 y en busca de empleo, compraron entradas para El último tango en París, una película prohibida en España por su contenido explícito.
Antes de partir, pasaron la tarde en Irún: comieron en casa de Cesáreo Ramírez, cuñado de Humberto, jugaron cartas en el Bar Castilla y adquirieron un regalo para la hermana de Fouz en San Juan de Luz. Conduciendo el Austin blanco de Humberto (matriculado en La Coruña), llegaron al cine sin incidentes. Pero la tragedia se gestó en la discoteca Lycorne, un local frecuentado por militantes de ETA. Según testimonios posteriores y reconstrucciones periodísticas, los jóvenes, con acento gallego y vestidos con chaqueta y corbata –un atuendo que les hizo parecer «sospechosos»–, entraron en una discusión con un grupo de etarras ebrios.
Los terroristas, hablando mal de España en un tono xenófobo, los identificaron erróneamente como policías españoles infiltrados. Humberto, el más valiente del grupo, plantó cara a las provocaciones y recibió un botellazo en la cabeza que lo dejó gravemente herido –posiblemente muerto en el acto, según algunas versiones–. Los otros dos fueron maniatados a punta de pistola y obligados a subir a sus propios vehículos: el Austin de Fouz y otro coche de los etarras.
El convoy se dirigió a una finca aislada en Saint-Palais, en los Pirineos Atlánticos franceses, un lugar habitual de refugio para comandos de ETA. Allí, durante horas, los secuestradores –bajo el mando de Tomás Pérez Revilla, alias «Tomasón» o «Hueso»– sometieron a los jóvenes a una tortura brutal para extraer «información» sobre operaciones policiales contra la banda. Métodos sádicos incluyeron golpizas, interrogatorios violentos y, según relatos de infiltrados como Mikel Lejarza («El Lobo»), el uso de destornilladores para arrancar ojos o infligir heridas irreparables.
Los etarras, convencidos de su error al ver que las víctimas no eran agentes sino inocentes, optaron por el silencio eterno: eliminar testigos para evitar un escándalo que dañara su imagen «revolucionaria». Pérez Revilla, el ejecutor directo, disparó en la nuca a Jorge García y Fernando Quiroga. El cuerpo de Humberto, si no había perecido ya por el golpe inicial, fue arrojado al mar esa misma madrugada. Los cadáveres restantes se enterraron en los alrededores de la finca, un lugar que las investigaciones posteriores no han podido localizar con precisión.
Este crimen, uno de los primeros de la rama ETA-V (luego ETA político-militar), no fue reivindicado. Panfletos anónimos en el País Vasco y reportajes en diarios como ABC o La Vanguardia alertaron tempranamente, pero las autoridades francesas, con presuntos lazos con ETA en la zona, archivaron el caso. En España, la investigación se paralizó en 1975, y la Amnistía de 1977 protegió a muchos implicados.
La organización terrorista dejó un legado de casi mil víctimas, pero el caso de los «tres gallegos» destaca por su impunidad y brutalidad gratuita. Jesús María Zabarte, otro etarra interrogado en 1974, confirmó indirectamente los hechos al indagar con Pérez Revilla, quien le espetó: «Cuanto menos sepas, mejor». Pérez Revilla murió asesinado por los GAL en 1984, pero otros miembros del comando sobrevivieron en la clandestinidad.
Hoy, el fallecimiento de uno de estos verdugos ha provocado reacciones viscerales en redes sociales. «¡Que se pudra en el infierno y que pague por ello!», escribió el diputado Daniel Portero, recordando que Bildu, heredero político de ETA, carga con este peso histórico. Las familias, lideradas por Coral Rodríguez Fouz (sobrina de Humberto y exparlamentaria vasca), han impulsado campañas para incluirlos en la lista oficial de víctimas del terrorismo, obtener compensaciones y forzar la búsqueda de restos. En 2005, el Parlamento Vasco exigió excavaciones; en 2023, el 50 aniversario, Gogora (Instituto Vasco de Memoria) y el Centro Memorial de Vitoria clamaron por justicia.
Muere uno de los asesinos de los tres gallegos, que en 1973 , torturaron asesinaron e hicieron desaparecer sus cuerpos hasta el día de hoy por la organización terrorista ETA, cuyo heredero político es Bildu. ¡¡Que se pudra en el infierno y que pague por ello!!…
— Daniel Portero (@daniel_portero) December 14, 2025
Aún así, los cuerpos permanecen en el limbo: una «tumba en el aire», como tituló el novelista Adolfo García Ortega en su reconstrucción literaria de 2019. La prescripción jurídica es debatida –las desapariciones forzadas no prescriben hasta el hallazgo–, pero el miedo a represalias y el paso del tiempo han sellado labios. Este crimen fundacional de ETA no solo encoge el alma por la inocencia de las víctimas, sino por revelar la cara más cobarde de la banda: asesinos de espaldas, torturadores de errores propios.
Mientras las familias siguen preguntando «¿dónde están Humberto, Fernando y Jorge?», la muerte de este etarra sirve de recordatorio: la memoria no se negocia.

