En los últimos años, muchos compartimos la misma sensación: el tiempo pasa volando. Apenas nos damos cuenta de que el verano está aquí, y cuando queremos reaccionar, ya estamos a finales del mes de julio, con los anuncios de la vuelta al cole que llevan acechando desde junio y las primeras notas de la lotería de Navidad que aparecerán en agosto.
¿Qué ha pasado con aquellos veranos interminables de la infancia, cuando los días parecían eternos y cada momento estaba cargado de magia? Hoy, el ritmo frenético de la vida parece engullir los meses, dejando tras de sí una estela de recuerdos borrosos y noticias que apenas logramos procesar. ¿Por qué sentimos que el tiempo se nos escapa? ¿Qué papel juega la sociedad moderna en esta percepción? Y, más importante aún, ¿qué nos está costando esta aceleración?
Cuando éramos niños, el tiempo parecía estirarse como un chicle. Los veranos eran un universo infinito de juegos, baños en la piscina y tardes sin fin en el pueblo de los abuelos. Los psicólogos explican que esta percepción está relacionada con la novedad: en la infancia, cada experiencia es nueva, intensa y memorable. El cerebro, al procesar estas vivencias frescas, crea recuerdos más vívidos, lo que hace que el tiempo parezca más largo. En cambio, en la edad adulta, la rutina y la repetición de experiencias hacen que los días se fundan unos con otros, dando la sensación de que el tiempo se acelera.
Pero no es solo una cuestión de percepción individual. La sociedad moderna ha diseñado un entorno que fomenta esta aceleración. Vivimos bombardeados por estímulos: notificaciones constantes, redes sociales, noticias que se actualizan cada minuto. Este flujo incesante de información nos mantiene en un estado de alerta permanente, lo que reduce nuestra capacidad para detenernos y asimilar lo que sucede a nuestro alrededor. El verano, que antes era un paréntesis de calma, ahora está invadido por la maquinaria comercial: los grandes almacenes lanzan campañas de vuelta al cole en pleno junio, y los anuncios de la lotería de Navidad aparecen cuando aún estamos en chanclas. Estas señales nos empujan a vivir en el futuro, saltándonos el presente.
La rapidez con la que consumimos información también tiene un coste: olvidamos demasiado pronto. Hace apenas unos meses, las riadas en Valencia y Castilla-La Mancha dejaron centenares de muertos y barrios devastados. En Asturias, cinco mineros perdieron la vida en un accidente que conmocionó al país. En Alcorcón, dos bomberos murieron en un incendio provocado por un coche eléctrico en un garaje. Sin embargo, estas tragedias, que deberían marcar nuestra memoria colectiva, se diluyen en el torbellino de noticias constantes.
Lo mismo ocurre con los fallecimientos inesperados de figuras públicas —actores, periodistas, deportistas, cantantes, influencers, culturistas— o con los escándalos de corrupción que, aunque llevan más de un año en los titulares, apenas logran mantener nuestra atención. Este fenómeno tiene un nombre: la «fatiga informativa». La sobreexposición a noticias, muchas veces presentadas de forma sensacionalista, nos desensibiliza. Los medios convencionales, en su carrera por captar nuestra atención, priorizan lo inmediato y lo impactante, pero no nos dan tiempo para reflexionar. Así, los eventos importantes se convierten en un titular más, rápidamente reemplazado por el siguiente. ¿Cómo podemos procesar el duelo colectivo por las víctimas de las riadas o la indignación por la corrupción si no tenemos espacio para detenernos?
El papel del consumismo y la cultura de la inmediatez
La aceleración del tiempo también está vinculada a la cultura del consumismo. Los anuncios de la vuelta al cole en junio o de la lotería de Navidad en agosto no son casuales: responden a una estrategia comercial que busca mantenernos en un estado de anticipación constante. Las marcas nos empujan a pensar en la próxima temporada, en la próxima compra, en el próximo evento, robándonos la posibilidad de disfrutar el momento presente. Este ciclo perpetuo de consumo nos desconecta de las estaciones, de los ritmos naturales y, en última instancia, de nosotros mismos.
Además, la tecnología ha transformado nuestra relación con el tiempo. Las redes sociales nos atrapan en un bucle de contenido infinito, donde el pasado reciente se entierra bajo una avalancha de publicaciones nuevas. La inmediatez de la información digital nos hace sentir que todo sucede al mismo tiempo, pero también que nada permanece. Este entorno nos roba la capacidad de saborear los días, de vivir el verano como lo hacíamos de niños.
¿Cómo recuperar el tiempo? La sensación de que el tiempo pasa rápido no es solo una percepción subjetiva; es el resultado de un mundo que nos empuja a correr sin parar. Pero podemos resistirnos a esta vorágine. Recuperar el tiempo implica reconectar con el presente: reducir el consumo de noticias en las televisiones, practicar la atención plena, volver a los pequeños rituales que nos anclan al ahora, como disfrutar de un atardecer de verano sin mirar el teléfono. También implica exigir una información más pausada y reflexiva, que nos permita procesar y honrar las tragedias, en lugar de olvidarlas. Los veranos eternos de la infancia no volverán, pero podemos aprender a desacelerar. La próxima vez que veamos un anuncio de Navidad en agosto, recordemos que el tiempo no vuela: somos nosotros quienes lo dejamos escapar. Hagamos una pausa, respiremos y vivamos el verano antes de que se convierta en un recuerdo borroso.
(Por Lourdes Martino)