Después de enterarse Cervantes de la existencia del apócrifo de su hidalga y letraherida criatura, y mientras finiquitaba la segunda parte, emplea su propio Quijote II como areópago en el cual acometer contra la continuación falsa e inferior, muy inferior, de su adversario Avellaneda. En varios pasajes, este objetivo lo intenta mediante el diálogo de sus personajes: a veces con gélida imperturbabilidad, como cuando don Quijote hojea calmosamente el libro de Alonso Fernández de Avellaneda y acentúa con desapegado desaire los aragonesismos de su lenguaje (11, 59); en otros momentos con fieras diatribas, como cuando Altisidora refiere que en su senda por el averno -es decir, un simulacro de viaje fingido para probar la credulidad de Quijote y Sancho-, vio a los diablos jugando a la pelota con un ejemplar de dicho libro, y que lo habían encontrado ignominioso para tal función (11, 70). Pero el golpe prominente contra Avellaneda se descarga en el capítulo 72, cuando el morisco Álvaro Tarfe se presenta físicamente en la escena. Esta acción hace de él el único personaje que ha conocido a las dos parejas Quijote-Sancho, lo cual le autoriza a proporcionar testimonio de las diferencias entre ambas. Se acude a un escribano/notario y se confirma lo intuido: Vindicación de don Miguel. «Con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras». Memento inmortal don Álvaro, pues: Cervantes, Avellaneda, más adelante, Pierre Menard de Borges, y, por último, Carlos Rojas («Fragmento de unas memorias inéditas de don Alvaro Tarfe»), y Miguel Ángel Lama (“Una menudencia quijotextual»).
¿Genialidad o torpeza?
¿Jugada maestra cervantina que constituye la apropiación por el escritor complutense de una criatura originaria de la novela apócrifa, subrayando cómo en manos de Cervantes el personaje se rebela (como se sublevaba, por ejemplo, Augusto Pérez ante Unamuno en Niebla), en cierto modo, contra su creador ¿O más bien, sin negar la genialidad literaria (aunque nada comparable al rizo rizado propuesto por Nabokov que deseaba confrontar a los dos Quijotes y a los dos Sanchos), la cosa deviene extremadamente problemática, ya que no solo inmortaliza de este modo la obra de Avellaneda, sino que ofrece a sus personajes un fiador muy poco fiable, tanto por su condición de ahidalgado moro (recién expulsados en 1609 por Felipe III) como por su estatus de personaje salido de una novela mentirosa de principio a fin?
Y una tercera postura, la más crítica con el alcalaíno: Alvaro Tarfe no existe y no puede existir a la par y parangonable con los personajes cervantinos auténticos pues dentro de la narración no es más que una figura de otra novela. Su existencia aparente en este pasaje contradice pues tanto a la verosimilitud como a la lógica. Lo mismo ocurre con los falsos don Quijote y Sancho, fantásticas figuras, ectoplasmas, fantasmas, ficciones, sombras, moviéndose de incierta manera, pero fatal, entre la ficción y la realidad. Dicho de otra manera: el pasaje en cuestión, frisando el final de la obra (posee 74 capítulos la segunda parte) representa, en esencia, una lamentable y cochambrosa torpeza narrativa dentro de la inmortal obra cervantina.
Verdad, perspectivismo, relativismo, mentira…
Una cosa es observar que la realidad puede ser refleja y perpleja y compleja en extremo, y que las apariencias a veces tantas veces engañan, reconocimientos que afloran por doquier en las páginas del Quijote; y otra cosa es sostener un perspectivismo epistemológico llevado a sus últimas consecuencias, vulgo relativismo, en el que todas las perspectivas tienen exactamente idéntico valor, y en aras del cual puede sacrificarse el principio de la identidad misma de las cosas.
Sin negar las ciclópeas complejidades de la verdad y las dificultades, casi imposibilidades que supone su búsqueda, el Estagirita siempre retorna: el principio de no contradicción obra espontáneamente en el saber y el razonamiento humanos, y es, por ende, piedra angular en la lógica y la metafísica. En román paladino, el episodio del caballero granadino Tarfe no contiene nada que nos conduzca a «juzgar lo blanco por negro y lo negro por blanco» (11, 4, Sancho); no obstante, representa un certero ejemplo de cómo, en muchas circunstancias, «es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño» (11, 11, don Quijote).
En fin.