Frente al Juramento Hipocrático, paradigma de la medicina cristiana, que predica y cumple la atención a todos los enfermos sin discriminación, el Juramento de Iniciación de Caraka Samhita, prescribe todo lo contrario: «…aquellos que sean extremadamente anormales, malvados, y de conducta y carácter miserables, aquellos que no hubiesen reivindicado su honor, aquellos que estén a punto de morir, lo mismo que las mujeres desatendidas por sus maridos o guardianes, no recibirán tratamiento».
El historiador persa del siglo XVI, Mahomed Kasim Ferishta, que vivió en la India y fue el historiador de corte de los sultanes del Decan, detalla que, cuando nacía una niña, se la tomaba en una mano «con un cuchillo en la otra, para que cualquier persona que quisiera esposa pudiera tomarla en ese momento; si nadie la aceptaba se le daba muerte inmediatamente».
Con estos precedentes, no es de extrañar que, en la actualidad, en la India se siga asesinando a las niñas, por medio del aborto y del infanticidio. Otra práctica es envolverlas y dejarlas morir, método semejante a los protocolos utilizados en la mayoría de los hospitales de las naciones «civilizadas», como hacen en el Reino Unido y Estados Unidos con los bebés de abortos fallidos que nacen vivos. Los progenitores consideraban a estas niñas una carga, una especie de maldición. Un joven padre lo expresaba así: «Mi esposa, por tercera vez, ha tenido una niña. Una hija mujer es un peso y decidimos no darle de comer. Así la dejamos morir. Es demasiado difícil criar una niña y encontrarle esposo».
Sin embargo, otras fuentes indican que es un problema para los jóvenes encontrar esposa, debido a la práctica del infanticidio femenino practicado desde siempre.
La India es uno de los países donde más se aborta. Los gobiernos de los últimos años han presentado el aborto como un método anticonceptivo más. Lenin Raghavarshi [1], presidente del Comité Popular de Vigilancia de Derechos Humanos mantiene una lucha sin cuartel contra el aborto y hace unos años sentenciaba: «En la India tenemos un mal social grave con el aborto por selección de sexo, y me opongo totalmente y con vehemencia a estos abortos». Resaltaba que, además del daño moral y físico, el desequilibrio demográfico que acarrearía esta práctica selectiva de matar niñas en las sociedades india y china.
Los censos actuales indican una enorme desproporción entre el número de mujeres y de hombres. El gobierno indio admite que cerca de diez millones de niñas han sido asesinadas por sus padres, antes o inmediatamente después de nacer, en los últimos veinte años.
La Iglesia católica es, una vez más, la que está al lado de los pobres y de los enfermos, intentando paliar las consecuencias de algunas creencias hinduistas, como el sistema de castas. Las niñas abandonadas que sobreviven son consideradas parias que tienen que quemar el karma negativo de reencarnaciones anteriores.
Las obras sociales de santa Teresa de Calcuta y el padre Vicente Ferrer son un granito de arena en medio de la injusticia institucionalizada y globalizada. La madre Teresa fundó casas de caridad, orfanatos y escuelas. Definía a los niños en el seno materno como «los más pobres entre los pobres».
Consideraba el aborto como el mayor destructor de la paz y argumentaba, con razón, que, si una madre podía matar a su propio hijo, «¿qué cosa me impide a mí matarlos a ustedes o que ustedes me maten a mí?». Se cuestionaba constantemente qué se había hecho con los niños en India. Las monjas de la madre Teresa combaten el aborto con la adopción y así lo anuncian en las clínicas, hospitales y estaciones de policía. «Les rogamos no matar a los niños; nosotras nos haremos cargo de ellos». En efecto, los centros de Calcuta dan cobijo cada año a cerca de 12.000 familias hindúes, más de 5.000 musulmanas y más de 4.000 cristianas. Aparte del sustento físico, se les inculca el sentido de la familia, la procreación responsable y el respeto a la vida. Así se consiguió reducir el número de abortos.
El que fuera primer ministro Morarji Desai acusó a la madre Teresa de ayudar a los niños con el fin de bautizarlos y convertirlos. Ella le contestó con una valiente carta de la que extractamos el siguiente párrafo: «No sabe cuánto mal está causando el aborto en nuestro pueblo. ¡Cuánta inmoralidad, cuántos hogares rotos, cuántos trastornos mentales por culpa del asesinato de criaturas inocentes! Señor Desai: no tardará usted mucho en comparecer ante la presencia de Dios, y me pregunto qué responderá usted cuando le pregunte por qué permitió que se privara de la vida a los no nacidos y que se destruyera la libertad de servir a Dios según las propias convicciones y creencias. No sé qué explicación podrá darle por haber destruido las vidas de tantos niños no nacidos, pero –sin duda– inocentes, cuando se encuentre frente al tribunal de Dios, que lo juzgará por el bien hecho y por el mal provocado desde lo alto de su cargo de gobierno».
Esta barbarie institucionalizada posiblemente se deba que el catolicismo no se expandió como en otros territorios, y lo mismo se puede decir de China, donde los católicos ocupan solo el 0,4%. Aunque, hay que decir, con gran pena, que, en cuestión de barbarie, Occidente pronto estará a la par con estos Estados en los que la vida no vale nada, o muy poco. ¿O lo estamos ya?
Datos de mis libros Déjame nacer. El aborto no es un derecho (2009), y La dignidad de la vida humana. Eugenesia y eutanasia: un análisis político y social (2012), La Regla de Oro Ediciones, Madrid.