Por Ana Tidae
Imagino que ya tenía nombre. Casi todos los bebés lo tienen desde varios meses antes de nacer, aunque hay algunos padres que prefieren esperar a ver su carita para sentirse inspirados para elegírselo. Y ropita, y sabanitas, y peluches, y algún juguete móvil con caja de música colocado en su cuna. Cualquiera que haya sido madre sabe el cuidado e ilusión que pone la joven embarazada para adquirir las primeras prendas que usará su niño y los primeros objetos que decorarán su incipiente vida. Recuerdo que durante mis embarazos a diario sacaba los jerseicitos, peleles y polainas, los extendía delicadamente sobre la cama, y los observaba visualizando que en cuestión de tiempo tendrían a una diminuta persona rellenándolos. Me fijaba con especial obsesión en la parte del pie, no sé por qué. Esas pequeñas fundas de tela suave pronto albergarían los piececitos de mi hija o hijo, pies que algún día echarían a andar.
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Estas escenas se amontonaron en mi cabeza al conocer la noticia del accidente de Logroño en el que un conductor bajo el efecto de sustancias psicotrópicas provocó la muerte de una mujer y el bebé que iba a nacer en cuestión de días, así como la devastación del joven padre que nunca acunará a su niña ni volverá a ver a su compañera.
Una tragedia desgarradora, que por desgracia no es excepcional en este país. No hay año en el que no se publiquen varias noticias de este tipo, de accidente de tráfico con resultado fatal (siempre para el inocente, es muy curioso) en el que las drogas estaban involucradas. Cuando se trata de accidentes de tráfico los preceptivos ‘tests’ permiten conocer el dato de cómo iba de cocido el causante del siniestro, y por eso es un dato que siempre trasciende. Ignoro cuántas veces están implicadas las sustancias estupefacientes (literalmente: que te dejan estúpido) en otros dramas como las peleas graves, crímenes, accidentes laborales, enfermedades u otro tipo de desgracias evitables.
Hace años que no veo campañas antidroga estatales. Me refiero a grandes, machaconas, agresivas y masivas, equivalentes a aquellas de “embozala e inocula a tu niño para salvar al abuelito de tu vecino, pedazo de asesino”, en marquesinas, autobuses, prensa y televisión. Sí hay alguna, discretita, en segundo plano, en los institutos de secundaria. Por cumplir. De hecho en los últimos años las campañas de prevención han ido virando hacia dar instrucciones de cómo usar las drogas «bien».
Sí he visto, en medio del ametrallamiento diario y continuo de la “lacra” de la “violencia machista”, que uno de esos personajes consagrados a esa teórica lacra (otra palabra pervertida y adulterada) va a meter decenas de miles de euros en “estudiar” la posible relación entre los disgustos del fútbol y la mencionada violencia machista. Nunca he visto esta obsesión por reflejar en análisis y tablas las repercusiones sociales del uso de drogas estupefacientes, que en cifras de daños y muertes directas e indirectas (como las de Logroño) es astronómicamente superior a la “violencia sexista” en un país como era el nuestro hasta que se desató el “progreso”. No digo que no se hayan hecho, es un dato que desconozco, digo que no las he visto, no se divulgan para las masas, aparte de que se intuye inabarcable e imponderable. Mi impresión de vivir en un estado narcopasota venía de muy lejos, aunque dicha impresión también viró hace años hacia la convicción de vivir en un estado narco-otracosa.
Ocuparía demasiado si escribiese todo lo que quiero decir. Son varias décadas ya de guerra del opio, sobre unas poblaciones cada vez más estupe-factas y abúlicas. Me llamó la atención hace poco un titular de una actriz colombiana que decía que nunca había visto la droga circular a nivel consumidor hasta que vino a Europa y lo vio a tope. En casa de herrero, cuchillo de palo. Colombia anda presionando ahora para legalizar el uso de las drogas. Eso sería una pesadilla para ciertas personas. Dudo que pudiesen manejar las mismas fortunas en metálico que como lo hacen ahora que es “ilegal”, con esos billetes que a nosotros nos restringen y fiscalizan de forma cada día más asfixiante. De dónde ha salido, en qué te lo gastas, prohibido sacar tanto del cajero, tener tanto en casa, o hacer pagos por más de tanto. Te dicen, los de las bolsas llenas de vil metal y pagos masivos a tocateja, que duermen a pierna suelta aunque sus productos hayan matado a una joven mujer y su bebé nonato, o a aquel veinteañero que madrugó para ir de reponedor al Carrefour.
Esta mañana me pedían en la caja del supermercado una donación “para el cáncer de mama” (no sé si para engordarlo, estudiarlo o combatirlo). Mi madre y mi suegra, mujeres de buenos hábitos, fallecieron de esa enfermedad, veintiún meses después de la mamografía ‘de cribado’. Como casi todas las mujeres de esta época que hemos sido intoxicadas por docenas de vías, tengo mucha probabilidad de caer también. Luego la prensa echará la culpa a nuestros hábitos o al clima, según dicen “los estudios” y “los expertos”. Le he dicho, en tono bajo y amorfo: “ya pago una salvajada (%) de impuestos, que lo saquen de ahí”. La cajera ha fruncido el ceño. Menuda insolidaria tacaña y borde, habrá pensado.
Perdonen el aparente caos de mezclar maternidad, muerte, drogas, bozales, inóculos, machismo, guerras encubiertas, dinero negro, dinero en efectivo, cáncer e impuestos. No es caos. Se llama corrupción y degeneración, y aunque a primera vista no lo parezca, está todo conectado estrechamente. Una lacra. Esto sí es una lacra en el sentido riguroso de la palabra.