El otoño ha vuelto una vez más a su cita de costumbre, con sus mañanas frescas sembradas de rocío y tardes doradas que saben a poco dejando paso a las noches, a veces, estrelladas y otras envueltas en nieblas grises.
Puntuales como siempre, las amarilis de santa Paula embriagan el jardín con su perfume dulzón y visten el paisaje de tonos rosados y blancos, evocándonos profundos recuerdos escritos en el alma. Languidece el sol en la línea de los montes tras los molinos roncadores de aspas picudas.
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Los vendimiadores llenan sus canastos de racimos rubios y púrpura en un ambiente multicolor de cuadro impresionista, al son de las campanas de las torres de los monasterios de piedra milenaria. En las bodegas, con sus atanores a punto, esperan impacientes los alquimistas, para iniciar el gran proceso de transmutación de los modestos frutos en elixires mágicos propiciadores de trascendencia con sabor a eternidad.
Huele a tierra húmeda y a silencio de pájaros. Algunos ya han dirigido sus alas hacia tierras cálidas, y otros, menos temerosos del frío, esperan a que maduren las bayas de las madreselvas y los acebos para sus ágapes de supervivencia invernal. Enmudecen los abejorros, los grillos y las cigarras cantarinas de las fábulas.
Y siguiendo el plan cósmico de la rueda de la vida, las primeras setas interrumpen la monotonía del campo de hierba verduzca mientras los árboles se desnudan lanzando miles de hojas que se entretejen caprichosamente bordando la gran alfombra de la naturaleza. Es el anuncio del inexorable proceso de muerte y renacimiento, de fin y principio. Es la alegría y la tristeza juntas; la armonización de los opuestos. Un buen tiempo para la reflexión y las promesas, para el cambio a mejor, siempre hacia arriba, hacia la excelencia, hacia la unidad.