viernes, noviembre 22, 2024
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La terrible levedad del ser

Mucho más allá de que sea inevitable y cruel aceptar la temporalidad de todo lo que consideramos que es real en esta dimensión densa de lo que llamamos vida, de que las personas se resistan a aceptar este hecho y que éste sea la clave para considerar la  puerta por donde se cuelan todas las ideas asociadas al satanismo, existen aspectos que no se consideran en la vida cotidiana por varias razones: por comodidad, porque retorcer una creencia, darle la vuelta, conocer su sabor y ver su aspecto real no sólo nos provoca una terrible jaqueca, sino que nos pone al limite de nuestra resistencia, sin ni tan siquiera hacer el intento y, por puro instinto, pues resistirse a la corriente dominante supone no ya sólo quedar excluido y que te tiren en la cuneta o te consideren un chiflado, porque tu mismo sentido de la vida queda reducido a cumplir unas cuantas reglas que, por cierto, ni tan siquiera entiendes porque no has profundizado nunca en eso, no se sabe si porque te lo prohibieron o porque te da tantísimo miedo que con pensar en el intento se te ponen los pelos como escarpias.

Lo cierto es que el sistema social es claramente disfuncional y es inoperativo pues no cubre las verdaderas necesidades de los seres humanos que esclaviza y, además crea una cerca de protección para que nadie vea el absurdo que gobierna en quiénes lo aceptan. Ese sinsentido va de lo global a lo más pequeño, que somos cada uno de nosotros y que alimentamos al monstruo no sólo con nuestro miedo, sino también con nuestro buenismo, nuestra ingenuidad en que el tiempo venidero será mejor y que los cuentos de hadas de los libros de los niños son reales. Cada creencia funcional da alimento al mecanismo que hace que nos relacionemos de manera más o menos tóxica y de manera completamente infructuosa, sin un resultado concreto que no sea adaptarse a un aquí y ahora que es tan caprichoso que varía de manera tan incontrolada que nosotros, los que nos creemos tan sabios, no podemos dirigir de ninguna forma, siendo, al contrario, al revés, pues nuestra voluntad depende de arquetipos inconscientes, que nos han implantado como virus en nuestros cerebros para que seamos incapaces de discernir entre lo cierto y lo falso (algo que conviene a ciertas élites que se benefician de ello) y para que nos consideremos héroes de una comedia animada. Se llega incluso al extremo de que, cuando vemos el final trágico en otras vidas, nos creemos que es una película y que eso no nos sucederá nunca si hacemos lo correcto. El problema recae siempre en lo mismo: la inocencia humana.

Si echamos un vistazo en nuestro día a día, nos percataremos de que muchas de las cosas que hacemos de manera rutinaria son automáticas, rápidas y no requieren ni de análisis lógico ni de entendimiento: es como aquél que toma cianuro porque todos lo beben sin saber que tarde o temprano va a fallecer. El veneno podría ser y es la costumbre, la cual nos hace completamente torpes y nos produce una adicción muy peligrosa ya que nos convierte en incapaces de salirnos de nuestra burbuja, la cual tiene una piel tan débil que cualquiera viene y nos las destroza con sólo rozarla. Cada uno de nuestros actos diarios es un protocolo ya descrito de principio a fin, esperamos que acabe de manera efectiva para lograr siempre nuestro premio, que siempre es placer, silencio, quietud, calma y ausencia de movimiento, aceptar a aquellas personas que consideremos acorde con nuestra zona de confort y, sobre todo, ausencia de sobresaltos. 

Lo más preocupante es no ver hasta qué punto esa manera de reaccionar se convierte en robótico, metódica, simplificada y carente de sentimientos y de empatía. No olvidemos que ponerse en los zapatos de otro exige primero observar, luego sentir y, después, saber cuál es nuestra reacción correcta, sin que exista protocolo alguno; es un hecho que excluye la simpleza del razonamiento social, en no pocos aspectos, que abre las puertas a lo inesperado (algo que a lo se tiende a temer sobremanera) y nos desnuda, pues permite que los demás nos vean tal cómo somos, sin disfraces y sin egoísmos. Lo primero que se impone entonces es la inmediatez del resultado, caiga quien caiga (el fin justifica los hechos) y por principio divino, más divino incluso que si es por imperativo religioso. Lo peor es la adaptabilidad a esos procesos automáticos por considerarlos básicos e imprescindibles.

Lo peligroso de ello es ver dónde queda la moral, nuestros principios éticos y el sacrificio o trabajo interno que tenemos que realizar para desarrollar una estructura integral de nuestra personalidad, en la que ésta, siendo propia, nos alimenta siempre al cambio hacia nuestra propia vida, nuestra armonía interna (independientemente de lo que piensen los demás de nosotros) y, sencillamente, aprendemos a fluir. Muy al contrario de lo que ocurre cuando adoptamos conducen a que el sistema se convierta en nuestra prisión y que nuestras creencias también, al convencernos de la necesidad de seguir detrás de la cerca y considerar una temeridad saltarla, al creer que siempre hay alguien que la vigila, día y noche.

Ello no excluye nuestro deseo de explorar más allá de lo que consideramos evidente, pero éste se ve truncado a pesar de su intensidad porque se activa la fuerza opuesta, la que nos frena e impide aceptarnos a nosotros mismos. El resultado de este juego de tronos es que finalmente no sólo caemos en nuestra propia mentira, que asumimos como verdad absoluta, única y sagrada, por pura necesidad de buscar un sentido común, en un desafío de urgencia que nos impide pensar en nuestro propio bienestar, en comunión con nosotros mismos y aceptándonos en nuestra propia naturaleza. El dinamismo social y sistémico tiene como fin esclavizarnos en todas las posibles áreas de nuestra existencia, hasta el punto de impedirnos pensar por nosotros mismos e investigar nuestro ser, obligándonos a emplear los sentidos para focalizarnos en lo externo y, muchas veces, trampa intranscendente. La falta de tiempo, el que siempre necesitamos, el esfuerzo desmedido y poco calculado que nos deja exhaustos mental y emocionalmente para procesar lo que es nuestra existencia en este plano no es nada baladí, sino un plan perfecto para enfermarnos y destruir la semilla de nuestra verdadera sabiduría. 

Es el verdadero enemigo, un ser atroz que se encuentra tanto fuera como dentro nosotros, un huésped que acogemos con agrado, hipocresía y deseos contradictorios, pues nos da de comer y nos alimenta lo más falso y hueco que tenemos, que es el ego, de absolutamente nada. ¿Cómo es posible identificar el vacío con el todo, la nada con la sustancia, el conocimiento con la ignorancia absoluta y el amor fingido con el odio? Sólo en la mente macabra de algún loco es posible llegar a semejante dislate e implementar dicha idea, haciéndola no sólo una realidad, sino una realidad necesaria y el hecho de que sea imprescindible la convierte en algo cierto. ¿Es entonces la estupidez una verdad en si misma, aunque carezcamos de todo tipo de argumentos mínimamente lógicos?

Habiendo caído ya en esta trampa, nuestra debilidad como seres humanos no es algo perceptible sino también esencia y nuestra capacidad de lucha se desvanece. ¿Explicaría ello que el sistema sueño nos condenara de antemano y, sobre todo, qué tendría que suceder para que abriésemos los ojos?

 

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