sábado, septiembre 7, 2024
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El otoño del patriarca Biden

Por Alfonso de la Vega

Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza.»

Solo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir…

En aquel recinto prohibido que muy pocas gentes de privilegio habían logrado conocer sentimos por primera vez el olor a carnaza de los gallinazos, percibimos su asma milenaria, su instinto premonitorio, y guiándonos por el viento de putrefacción de sus aletazos encontramos en la sala de audiencias los cascarones agusanados de las vacas, sus cuartos traseros de animal femenino varias veces repetidos en los espejos de cuerpo entero y entonces empujamos una puerta lateral que daba a una oficina disimulada en el muro, y allí lo vimos a él, con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro en el talón izquierdo, más viejo que todos los hombres y todos los animales viejos de la tierra y del agua, y estaba tirado en el suelo, bocabajo, con el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, como había dormido noche tras noche durante todas las noches de su larguísima vida de déspota solitario. 

Sólo cuando lo volteamos para verle la cara comprendimos que era imposible reconocerlo aunque no estuviera estado carcomido de gallinazos…

Aquel entrar y salir de gallinazos por las ventanas como sólo era concebible en una casa sin autoridad, de modo que también nosotros nos atrevimos a entrar y encontramos en el santuario desierto los escombros de la grandeza, el cuerpo picoteado,…y tenía el braguero de lona en el testículo herniado que era lo único que habían eludido los gallinazos a pesar de ser tan grande como un riñón de buey…

Ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos… y los cohetes de gozo que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado…    

 

Por la trascripción, Alfonso De la Vega

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