viernes, agosto 23, 2024

Ay, mi libertad

Nos han enseñado un concepto tan falso de la libertad como de nuestra realidad. Nos han hecho creer que el mundo es así y que hay que adaptarse a éste porque sino te mueres. Estas creencias, impuestas a golpe de armera, nos han esclavizado y, lo que es peor, nos han hecho adictos a ese estado de sumisión a nuestro amo.  Este tipo de dependencias, sin sustancias conocidas, absolutamente mentales, son las que son objeto de análisis de este artículo por su complejidad y dificultad tanto para detectarlas como para liberarse de ellas. Vale la pena, entonces, lanzar una serie de indicios de que estás siendo víctima de estos letales procesos mentales.

Si partimos de la idea de que se tiende a creer en la concepción del mundo como si fuese una matrix, un entorno irreal, complejo, cambiante, incomprensible y muy confuso, del que cuesta mucho hacerse consciente pues no hay claves de conexión conceptual (al ser todas utilitaristas, es decir, con el fin de paliar el dolor, evitar la frustración, lograr un objetivo, normalmente a corto plazo y raramente a mediano o a largo y todas ellas asimiladas por imitación, en la mayoría de los casos), no es extraño que, más bien, lo que se pretenda no es llegar a un grado de conocimiento, sino a una estrategia de protección permanente que se convierte en nuestra carcasa externa de seguridad. Nos han enseñado que la supervivencia es eso, luchar, resistir y agotarse sin parar a detenerse ni un segundo de nuestra existencia, sea del tipo que sea la dificultad que tenemos delante (porque, a lo mejor, ni tan siquiera es un problema, sino que nuestra incertidumbre, frente a la cual reaccionamos con pánico, nos obliga a considerarla una forma de ataque a nuestra integridad, inclusive moral). Reaccionamos sin inteligencia, a la defensiva, ante la desubicación dado que carecemos de puntos de anclaje.

Cualquier persona que desee interpretar unos hechos ha de partir de una serie de unos concretos, ha de tener claros los puntos de partida, éstos no pueden depender ni de nuestro estado emocional (ya sea por estar en un estado de éxtasis, de pesimismo, de ira o de implosión de agotamiento), ni de lo que piensen los demás (pues pueden estar equivocados), ni de nuestras necesidades urgentes. Las teorías mentales consideradas científicas, han de ser bien cotejadas y haber pasado por cuarentena antes de lanzarlas como soflamas de lo que pensamos que es verdad, como auténticos fanáticos de una secta. Es más, lo recomendable es no creérselas demasiado, pues no existe conocimiento sin humildad. Todo lo contrario, ocurre cuando nos volvemos adictos a nuestras creencias del mundo (porque las que tenemos de nosotros mismos no existen). Además de ser anticientíficas, están llenas de contenidos mágicos y el mero hecho de sostenerlas, a pesar de su falsedad, no crean esa sensación de vivir en una especie de paraíso donde nos sentimos seguros de todos los peligros potenciales. El miedo que nos provoca el mundo, a pesar de mostrarnos tan seguros de manera hipócrita, es lo que nos impulsa a querer ocultar nuestra debilidad, ya que, de ser así, descubrirían nuestros enemigos que nuestras emociones pantalla, creencias soflamas y aires de grandeza no son más que fantasmadas inexistentes, pero que sí lo son para quienes se creen ese cuento infantil. 

Lo contrario es tener esos esquemas mentales que se van enredando hasta hacerse tan irreconocibles que no logramos recordarlos y, cuando creemos hacerlo, nos hemos inventado otros que no tienen nada que ver con lo que creíamos que eran, lo cual nos introduce en un delirio aún más aplastante, agotador y sin sentido. La necesidad de negar la realidad y sentir la urgencia de crearnos otra de manera obsesiva, genera una fantasía creciente con la que aprendemos lo más improductivo para cualquier ser humano que desee evolucionar espiritual: hay que evitar el dolor y la frustración a cualquier precio y centrarse en lo placentero que da el mero hecho de sostener erróneamente que no ocurre absolutamente nada y que todo está bien y en su lugar, cuando nuestra mente es un ático lleno elefantes muertos.

En esta situación, no sólo no se afrontan los problemas, sino que no somos capaces de mirarnos al espejo y no soportamos a quien hace de él, porque refleja nuestros espantosos monstruos ocultos, muchas veces sin darnos cuenta, pues su naturaleza es decir lo que ven de manera sincera y sin postureos superficiales. Cada uno de ellos ha sido creado por nosotros mismos, viviendo dentro de nuestros armarios de carne y alimentándose de nuestra alma; en muchas ocasiones nos impulsan a justificarnos empleando la moral del bien y del mal, siendo esta ética, obviamente, errada. Dada la falta de conocimiento, lo más probable es que tengamos malas acciones, hagamos daño a los demás, muchas veces de manera imperceptible pues nuestros actos son sobre todo de naturaleza protectora. Dado que es fácil que los demás vean ese estado decrépito (como el retrato de Dorian Gray), no podemos demostrar nuestro aspecto grotesco, fingiendo un estado bello de armonía y, sobre todo, de estabilidad y fortaleza en nuestras convicciones, las cuales son tan seguras como para que confíen en nosotros y aquellos que se sientan inseguros sientan con nosotros esa paz que tanto anhelan. 

Finalmente, toda serie de fantasías forma un bello tapiz antiguo donde dibujamos la absurda eternidad de la mentira que se convierte en verdad sin serlo, momento en el que nuestra existencia está al servicio de defenderla a cualquier precio, empleando cualquier moral, por muy descabellada que resulte ante el sentido común. Llegados a este punto, es fundamental copiar y pegar porque es lo más cómodo y pensamos que otros ya lo han reflexionado por nosotros, lo cual nos hace crear esa fantasía de lógica que, da igual si la conocemos o no, en otras palabras, sustituimos el razonamiento por la fe ciega en una entidad abstracta que nos conduce al absurdo.

Es ese sinsentido el que nos lleva a la madre del cordero: la sensación de certidumbre, de creer que algo es cierto porque lo sentimos sin necesidad de cotejarlo ni de ver si el impacto que tiene dentro de nosotros es bueno o malo, si no beneficia o perjudica. El problema reside que muchas veces el éxtasis, esa felicidad explosiva, ese bienestar instantáneo no es más que la compensación de una carencia que no vemos dentro de nosotros mismos, incluso en el caso de que la observemos mucho tiempo después, como puede ocurrir en el mejor de los casos. 

En esta suerte de adicción no vemos nuestros problemas internos y no sentimos la necesidad de pedir ayuda. El resultado es el ego, ese monstruo que se convierte en nuestra imagen de cara a la galería para ocultar nuestros demonios internos.

De este modo nos volvemos adictos al placer, lo que, llevado al extremo, nos conduce a serlo incluso del daño ajeno. ¿Se convierten los seres humanos en ermitaños con tanto temor que se autodestruyen y hacen añicos todo lo que tocan? ¿Conoces a alguien que actúe de ese modo?

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