Imagina que ves que la mayoría de compañeros de partido están afilando las armas y tú eres un hombre de paz (O una mujer de paz). ¿Qué haces? ¿Expones tu punto de vista ante la mayoría o te callas? Según el concepto de democracia que maneja la mayoría, debes acatar su opinión y convertirla en ley. ¡Debes hacer la guerra, con ellos, aunque seas pacifista!
Así las cosas, bien se puede definir la democracia como la dictadura de la mayoría. Sea un solo dictador o sean muchos, el resultado es el mismo: Leyes que obligan, aunque sean estúpidas. Ser demócrata es dar la razón a la mayoría aunque la mayoría no tenga razón. ¿Qué puede salir mal?
Y si eres pacifista y la mayoría quiere ir a la guerra, te aguantas y guerreas porque, si se te ocurre dar tu opinión, tus propios compañeros se enfadarán contigo, y te echarán del partido, y te llamaran vendido o traidor, y puede que incluso nazi, porque no ven más que en blanco y negro. ¡Nazis por la Paz, no te jode!
Llegados a este punto, se hace necesario preguntarse ¿Vale más la paz o el partido? Sin partidos se puede lograr la paz pero si no hay pacifistas, es obvio que no puede haberla. Sin pacifistas, la paz se convierte en algo que nadie quiere, por tanto irrealizable. Los pacifistas somos pues, aunque seamos pocos, “la sal de la tierra”, somos la última oportunidad de hacer la paz en este mundo. Los guerreros, en el fondo, lo saben, y es por eso que igual sienten el impulso de atacarnos como el de protegernos. Querrían borrarnos del mapa, porque fastidiamos sus intereses, pero tampoco pueden hacerlo porque ¿Quién puede asumir una eternidad sin paz?
¿Interés prescindiendo de la paz o paz prescindiendo del interés? He ahí el dilema (Que nunca fue “ser o no ser” porque “no ser” es una experiencia imposible y lo que no se puede experimentar no puede representar un dilema). Resolverlo es muy fácil: Quién pueda asumir una eternidad sin paz que tire la primera piedra.